sábado, noviembre 17, 2007

OPERACION BALALAIKA CAPÍTULO VIII

Capítulo 8

Cuando Petronilo Marceliano llegó a Alcalá de Henares procedente de Torres, llamó a Paula Marta Temprano. Deseaba hablar con ella y la mañana se presentaba propicia, pues el haber dormido en Torres facilitaba el encuentro. No la llamó a la redacción de El Tribuna de Alcalá, sino a su teléfono particular. Deseaba hablar a solas y no quería que su llamada se registrara en la recepción. En fin, la cita se produjo con puntualidad inglesa a las tres de la tarde en un restaurante de bodas y comidas de empresas que regentaba un italiano afincado en Alcalá. El restaurante, cercano a la estación de trenes, se ubica en la calle Infantado. Mientras esperaba a esa hora Petronilo se embebió en una novela de ladrones que había comprado poco antes en la librería de lance que abre sus puertas en la Plaza del Palacio. Una novela barata titulada “La canción de los ladrones” escrita por un tal Sergiusz Piasecki y publicada en España por Plaza y Janés en 1961. El ejemplar que tenía en la mano, había sido vendido por primera vez en la librería “Editorial Gómez” de Pamplona y había costado quince pesetas. Una vez deslomado, a Tardón le había costado un euro, la inflación, la Unión Europea y la pérdida de valor del dinero, pero eso poco importaba. Había comprado el librito porque en el prologo se decía que la novela había sido escrita en Vilna durante el tiempo de la ocupación alemana. Y el autor afirma: “por aquel entonces tenía que interrumpir mi trabajo en mitad de una frase, sin poderlo reanudar hasta pasados algunos meses a causa de la situación política”. También hablaba en el prólogo, escrito por el propio autor, de una población que el llamaba Minsk Litewseki y de otra Minsk-Komarowka. La novela trata de justificar la actividad de los ladrones por pura necesidad de supervivencia y porque cualquiera puede caer del lado malo de la vida. Termina el prologo con alegato definitivo: “Yo os digo que a la prostituta y al ladrón que, no hace mucho, pelearon a vuestro lado por la libertad de nuestra nación, tal vez los encontraréis alguna vez en la última barricada de la cultura. Si vencen en esta última barricada, entonces ya no habrá jamás criminales profesionales.” El prólogo lo había leído en la propia librería y le llamó la atención la nacionalidad indefinida del escritor, casi rusa, casi polaca, casi lituana, tan indefinida como las propias fronteras de la Rusia Blanca.

Llegó al restaurante Calafell y pidió una mesa discreta. Conocía al dueño, un italiano, desde los meses que vivió en Alcalá. En aquella misma calle vivía una de esas amigas que Tardón visitaba de año en año y que siempre terminaban en una unión de almas solitarias y cuerpos hirvientes: amores desperdigados. Tentado estuvo de tocar el timbre. La hora no era mala: dos y media de la tarde del primer viernes de julio. Su amiga, Clara, ferviente católica, estaría sola en casa. Su marido, abogado, trabajaría aún en el despacho o comería con algún colega. Buena hora y buen día para labores de caridad amorosa: la hora de la siesta propicia cualquier encuentro. Pero optó por la prudencia. Hoy se lo dedicaba a Paula Marta. El dueño y maitre le indicó un rincón discreto al fondo del amplio salón. No había mucha gente: tres mesas ocupadas. La época de las comuniones y la despedida de curso habían pasado. No era día de bodas. Pidió vino y advirtió que esperaba compañía. Aún no había consumido la primera copa cuando aparecía la periodista. También hoy vestía pantalones. ¿Por qué ocultaba las piernas si las tenía muy bonitas? La camisa resaltaba los firmes pechos y los botones parecían a punto de liberar la abundancia. El frío del local propicio la floración de las manzanas y Petronilo se quedó un momento perplejo entre besar en las protuberancias o en los carnosos labios de Paula Marta. De nuevo la contención, como exigía la regla, limitó el saludo a los besos protocolarios en las dos mejillas.

--Entonces dos gazpachos – concluyó el camarero.

--Sí, sí – contestaron a coro Paula Marta y Tardón.

--De segundo os recomiendo unas chuletitas de cordero muy ricas.

--Eso esta bien – afirmó Tardón.

--Yo prefiero el solomillo de ternera – precisó Paula Marta.

-- ¿Os traigo gaseosa?

--Una jarra de agua, mejor – escogió la periodista.

El metre se retiró.

--Bueno ¡cuéntame! – se lanzó Paula Marta sin esperar a los postres.

--Quería verte porque el asunto de los niños de acogida se complica.

--¿En qué sentido?

--Ya te advertí que yo soy viejo para estos trotes del reporterismo. Eso corresponde a gente joven con ganas de meterse en líos y aquí los hay.

--¿Pero de qué tipo? –se puso seria Pula Marta.

--Pues verás y yendo al grano: los niños en sí importan un bledo. Tengo la sensación de que no vienen los que lo necesitan sino los que tienen enchufe o pagan por venir. Las maestras se ocupan de más cosas que de cuidar a los niños y en torno a ellas revolotean como moscones personajes de poco fiar.

--Son putas.

--No, no. No van por ahí los tiros. Me da estremecimiento decirlo, porque no dispongo de ni una sola prueba, pero tal vez haya contactos con mafias o grupos extraños.

--¿En qué te basas?

--En nada en particular: en sensaciones e impresiones. Sería interesante que tú conocieras al grupo.

--Si vas a tener alguna reunión con ellos, te mando una periodista rumana que trabaja con nosotros. Es muy buena.

--Yo preferiría que vinieras tú. El montaje parece serio.

--Pero yo no puedo. Ya sabes que ahora me encargo de otras cosas y que uno de los motivos del ascenso es precisamente que no me meta en berenjenales.

--Pero una periodista de raza como tú, no puede dejar escapar un buen reportaje e intuyo, por aquello del olfato, que este es un gran reportaje y ya te digo, no por el asunto de los niños, que ese sí se lo puedes encargar la rumana, o a quien quieras y hacer un gran despliegue de fotos, pero hay más y no sé lo que es.

La camarera, una rumana rubia comedida y tímida, servía ya el segundo plato. Las chuletilla recientes y bien asadas y el solomillo despedía un olor que presagiaba un sabor exquisito. Unas setas revoloteaban sobre el color marrón de la salsa.

--Huele bien tu salsa.

--Prueba si quieres –ofreció Paula Marta.

--No, gracias, tú también hueles muy bien.

--Pues prueba también, pero antes dame alguna pista, convénceme, véndeme el reportaje.

--¡Eh, eh, hermosa, que ya no eres la redactora jefe ni yo te quiero colocar nada, ni estoy para juegos malabares. Soy viejo y pellejo y hay cosas que ya no ejerzo: ni el periodismo y la carne cruda. Mi tiempo de ligar y discutir con esos personajes a los que había que ofrecer cinco temas para que dijeran que no a cuatro, ya ha pasado. Yo sólo tomo notas en libretillas y si acaso, acribo impresiones personales, ¡pero muy personales! en mi blog que ahí sí me he modernizado.

--Ya te leo. Escribes muy bien y dispones de una serie de fans que siempre apostillan tus estrambóticos comentarios tan bien contados.

--Pero de esto, como habrás podido observar, no he escrito ni una sola palabra.

--Ya lo he notado.

--Mira: el sábado toca en Segundo jazz Rafael Serrano y Miguel Rodríguez, a quien tú conoces muy bien desde hace años. Apareces por allí a eso de las doce de la noche y te llevas a Joaquín Amestoy con el pretexto de hacer unas fotos a los músicos. Como yo estaré allí, propicio el encuentro y te presento a toda la fauna.

--Dime al menos quienes van a estar allí.

--No lo sé con certeza pero te adelanto caracteres.

--Ya. La novela.

--Bueno, pues la novela. Sabes perfectamente que cada reportaje lleva tras sí otro reportaje y en cada novela de puede contar el revés de la trama.

--Cuéntame, a ver –rió concesiva Paula Marta.

-- Por de pronto los músicos: conozco a Rafa Serrano y tú a Miguel Rodríguez, dos grandes del jazz español, aunque todavía jóvenes y posiblemente también toque Chema Saez. Sólo por escucharles merece la pena.

--Hasta ahí bien.

--Un profesor del instituto Complutense, prendado de los efluvios de las bragas rusas.

--Suena erótico.

--Te podría contar más cosas, pero no procede.

--Sigue.

--Tres maestras: una letona, otra exiliada en España y una tercera que viene con los niños. Las tres hablan perfectamente español y estudiaron juntas. De una se dice que le tiró los tejos el antiguo KGB.

--¡Marchando una de espías! – soltó la carcajada Paula Marta.

--¡Ríete, ríete!, pero por ahí van los tiros. La exiliada vino con niños de acogida y no volvió. Se quedó. Se lió con tío que se dedica a los seguros.

--Los personajes al menos son variados y propios de John Lecarré.

--O de Sergiusz Piasecki.

--¿Y ese quien es?

--Un escritor bielorruso de novelas de intriga y miseria que he descubierto esta mañana.

--¡Qué barbaridad es que cuando te metes en un tema, te metes a fondo!

--Pero no pienso escribir ni una línea. El sábado por la noche es un buen momento para que conozcas a esta pléyade. Y falta una cuarta rusa: Elena, una química que también se ha exiliado apoyada por una familia de ingenieros que hace caridad cristiana.

--Si me desenredo pronto del cierre, voy.

--¡Pero si el sábado no tienes cierre, es el día que libras porque el domingo no salís!

--¡Joder, estás en todas! –volvió a reír Paula Marta.

--Es que es un ultimátum, o vas el sábado o dejo de averiguar cosas... Además me gustaría tomar una copa contigo y presumir de amiga guapa.

--Eso me convence más.

--Entonces te lo digo de otra manera: Señorita ¿me concede la noche del sábado?

--Pediré permiso a mi marido.

--¿Casada?

--Sí con el periodismo.

--No le seremos infieles, lo nuestro será un romance pasajero. A mi me abandonó hace años. Me debe la revancha.

La conversación se alargó dos horas más. El metre ofreció helado de postre que los comensales aceptaron. Después llegaron los güisquis de Tardón y los gin tonic de Paula Marta. A las siete salieron cogidos de la mano hasta la puerta donde se despidieron con un fuerte abrazo, besos en las mejillas y la mirada repleta de esperanzas.

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