viernes, marzo 28, 2008

ENCUENTRO CLANDESTINO EN CUENCA


Otro de los relatos que salvé de los cuadernos de Petronilo Marceliano Tardón fue éste. El título que el bohemio escritor le había colocado es el que aparece bajo estas líneas, pero creí más interesnte acercarlo al lector con el título de "Encuentro clandestino en Cuenca". El adjetivo "clandestino" seduce por lo oculto y al mismo tiempo ambíguo significado. Vean, curiosos lectores y lectoras como las más dífíciles de las misiones políticas pueden terminar en gozosos encuentros.
Paula Marta Temprano.
LA CUESTIÓN DIPLOMÁTICA


Cuando me encomendaron aquella gestión yo no sabía con quien me encontraría. Se trataba de conseguir un pacto muy delicado entre los dos partidos políticos en un tema determinado y en una comarca determinada. La ambigüedad es comprensible y la discreción con que había que llevar las conversaciones, también. Creo que por eso me eligieron a mí. No soy un militante destacado ni entregado al partido, me ha gustado siempre influir en las sombras y no suelo aparecer en fotografías ni ocupo un puesto importante.
Un alto cargo me había invitado a comer un día y me encargó la misión. Me aseguró que los otros también gestionaban las condiciones para que nos reuniéramos y expusiéramos claramente lo que deseaba el otro partido. La misión, delicada, como he dicho antes, necesitaba de mucha discreción. Me dieron un número de teléfono y yo llamé. Me contestó una voz de mujer, una voz suave pero rotunda, un poco como los vinos de Rioja: terciopelo puro.
-Llamo de parte de Guerra.
-Soy Paz -dijo.
-¿¡Coincidencia, no!?
-No está mal
-Ya sabes por qué te llamo, ¿no es así?
-Efectivamente. No es precisamente una cita de amor.
-Tal vez por eso todo salga bien.
-Eso esperan de nosotros, ¿verdad?
-Efectivamente.
-¿Qué te parece el próximo viernes en Cuenca?
-No está mal.
-Comemos en el mesón de la plaza.
-Poco discreto.
-Entonces en el Parador.
-A cenar.
-Si tú quieres...
-Me han reservado ya habitación.
-¿Qué he de hacer yo?
-Reservar otra.
-De acuerdo.
-En el segundo piso.
-¿Pregunto por Paz?
-Inscríbete como Guerra.
-Recurrentes los nombres...
-Déjalo. Hasta el viernes.
Hice tal como acordamos. Llegué a Cuenca. Subí a la plaza, y me acerqué hasta el Parador, un caserón antiguo perfectamente acondicionado como hotel. Aunque no había hecho reserva, no tuve ninguna dificultad para contratar el hospedaje. La temporada de turismo había pasado. Me temía una noche de trabajo. La voz de la mujer me había sonado, suave y rotunda, pero como el vino, quizá se subiera a la cabeza y no me dejara dormir en toda la noche. Me sospechaba una noche dura.
Me acompañaron hasta el segundo piso. El pasillo, silencioso, totalmente desierto. Yo sabía, no obstante, que una de las habitaciones estaba ocupada. Entré en la habitación que me indicaron, amplia, limpia, bastante impersonal y fría como la de todos los hoteles. Comprobé el minibar repleto de bebidas: güisqui, ginebra, refrescos, cava. No tomé nada. Me desnudé y me preparé un baño. Me afeité. Me puse unos calzoncillos cómodos: me acordé de aquello que un actor preguntaba en una película: "¿Te imaginas a Henry Miller en slip?" no sabía con quien me encontraría y había que prepararse para cualquier circunstancia. Después me puse la camisa. Sólo llevaba esa. Azul celeste, discreta y elegante. Había escogido una corbata de seda verde y azul que a mí particularmente me gusta mucho. Hacía años que la tenía y pensaba que me daba buena suerte. ¡Cuestión fetichista! Me coloqué los pantalones. Lanilla suave. Azul marino, cómodos. En mangas de camisa, abrí sobre la mesa la cartera y eché otro vistazo a los papeles. Faltaba aún una hora para el encuentro. Debía concentrarme y descansar. Posiblemente la otra persona repitiera casi paso por paso mi comportamiento. Allí estaba el esquema de la estrategia. Sólo la estrategia. Del tema no debía quedar ni una sola muestra. Esa era la condición: nada firmado, nada por escrito, acuerdo verbal entre partidos. Un toma y daca que daría los frutos apetecidos en otro momento y en otro lugar, pero eso, ya no nos correspondía a nosotros.
Me tumbé sobre la cama. Me relajé. Cuando faltaban cinco minutos, me puse la chaqueta. Había que prepararse. Sonó el teléfono. Lo cogí. Volví a oír la voz con sabor a terciopelo.
-¿Estás listo?
-Cuando quieras -contesté.
-¿En tu habitación o en la mía?
-Cenamos primero. Nos vemos ahora mismo en el ascensor.
-De acuerdo.
-Cuelgo y salgo.
Yo hice exactamente eso. Ella también. Las puertas se abrieron casi de manera simultánea. Ella caminaba delante de mí. Su silueta se recortaba en el contraluz. Llevaba zapatos de tacón y unas piernas elegantes. Las caderas, voluminosas, marcadas por un traje sastre, se cerraban en una fina cintura. Media melena. En el ascensor conocí su cara. Rubia, ojos claros, nariz recta, labios carnosos, pómulos a lo Rita Haywort. Vestía de negro. Me sentí Humphrey Bogart. Sólo tenía entre sus manos un mínimo bolso. El ascensor fue para nosotros solos.
-¡Hola, tú eres Paz! -saludé.
-¡Hola, tú eres Guerra! -contestó.
-Encantado -tendí la mano.
-Tanto gusto -me la estrechó.
Tenía fuerza. Era una mano suave pero firme. Mano que no necesitaba guante para ser de acero y acariciar. Bajamos en silencio. Nos dirigimos al comedor en silencio. Nos sentamos en silencio. Nos trajeron las cartas. No soy excesivamente gurmet pero me gusta comer bien y regar las cenas con buen vino. En la ocasión pensaba en una cena muy ligera y en ausencia total de licores. Ni la más mínima sombra debía pesar sobre mi cabeza durante las conversaciones con mi compañera de mesa. Semioculto por la carta, levanté los ojos para mirarla de frente. Era muy hermosa. Leía atentamente la oferta. Me vino otro símil cinematográfico: ¿terminaríamos jugando al tute?
-¿Qué vas a tomar tú? -preguntó Paz.
-No lo he decido todavía, pero algo muy frugal: unas sopas y algo de pescado.
-Me apunto también a eso.
-Veo que te gusta comer.
-La buena mesa hace a la gente más generosa.
-Aquí en Cuenca hay una buena cocina.
-No conozco Cuenca.
-¡Qué lastima no haber venido en otra ocasión con más tiempo! Te hubiera enseñado gustosamente El Museo de Arte Abstracto.
-Yo soy más clásica, no disfruto en exceso con las rayas y las manchas en los lienzos.
-Bueno, porque no conoces este museo. Te mostraría una ventana y te preguntaría ¿qué ves una pintura o la calle? Te garantizo que no es sencilla la respuesta. A partir de ahí se aprecia la mezcla de colores.
-Será así, pero no creo que me gustara en exceso.
-¿Sabes que Cuenca fue el regalo de un rey a una princesa de la que estaba enamorado? -ataqué yo por el lado romántico para derretir el hielo de aquella rubia que, aunque de nombre Paz, aparentaba llevar fuego en las venas.
Nos habían servido la sopa, una sopa de ajo, sencilla pero riquísima, y andábamos aún tentándonos el uno al otro. Ella había descubierto que me gustaba comer y beber, cosa difícil de disimular, pues ciertamente no luzco un cuerpo atlético, aunque tampoco ofrezco una barriga desorbitada. Yo de ella sólo sabía que le gustaba vestir con elegancia, que usaba perfumes caros, y que, según decía, no le gustaba el arte abstracto, detalles tópicos de las mujeres de su partido. Era hermética y granítica, no cabía la menor duda. Ensayé el camino de la música.
-Otra cosa interesantísima de Cuenca es la Semana Santa y los conciertos. Es extraño que no hayas venido nunca.
-Me gusta la música pero no soy melómana como para viajar ex profeso. Siempre encuentro otras ocupaciones. En semana santa solemos ir a la playa.
-¿A qué playa vas?
-Tenemos una casita en Mazarrón.
Colegí que se refería a su matrimonio: su escasa religiosidad, sensibilidad plana para todo lo que se refiriera al arte. Sería una de estas mujeres pragmáticas que se han empeñado en subir cuando el marido les ha ido dejando solas. Lo cierto es que ni ella sabía nada de mi ni yo de ella. Faltaba muy poco para que nos encerráramos en una de las habitaciones a tratar asuntos difíciles y a duras penas nos considerábamos el uno al otro algo más que el nombre, contando que los nombres fueran verdaderos.
-¿Estás casada? -ya sabía la respuesta, pero quería la de ella. Una señal, mínima ciertamente, apenas un hoyuelo circular en el dedo indicaba la existencia de una sortija.
-Sí, sí -contestó muy rápido como si le hubiera cogido en un renuncio y ella hubiera reaccionado desde dentro. Dominaba los nervios y era lista.
-Yo también -confesé.
Nos habían traído el pescado que, sin ser de una calidad extraordinaria, nada comprable con la sopa, también estaba apetitoso. Llegábamos al final de la cena.
-¿Café?
-Sí, sí -le gustaba el monosílabo repetido.
-Y una copita de resolí-insinué.
-Eso no.
Dudaba ahora si invitarla a dar un paseo por la parte alta de la ciudad hasta la Universidad Menéndez Pelayo o entrar directamente al toro, terminar cuanto antes e irnos a dormir. El paseo me apetecía a mí y a ella quería relajarla. La pregunta sobre el matrimonio le había despertado demasiado las antenas y mantenía en tensión todas las defensas, convenía destensar las cuerdas de los arcos para evitar que las flechas fueran mortales. Ambos sabíamos que debíamos llegar a un acuerdo, pero ignorábamos qué tendríamos que ceder. Ambos sabíamos que los límites eran amplios. Si ambos salíamos contentos, habríamos ganado los dos y nuestros partidos, si por el contrario, el uno hacía morder el polvo al otro, aún con el acuerdo aprobado, ambos, de manera personal, los dos, perderíamos mucho.
-¿Te apetece que demos un paseo? -propuse.
-Mejor lo dejamos. Vamos a trabajar. Tal vez mañana tengamos aún ganas y me puedas mostrar esas maravillas de Cuenca.
-La dama manda -accioné con la mano. Ella se levantaba.
El comentario hacia el día siguiente me pareció esperanzador. Decidimos entrar en mi habitación, después de considerar ambas opciones. Ella ofreció la suya, pero advertí que deseaba entrar en la mía. Quería estudiar lo que había sobre mi mesa. Yo imaginaba que la suya presentaría un estado parecido al de la mía: nada a la vista. Por eso acepté que la reunión se desarrollara en mi terreno. Le proporcionaría folios. Facilitaría la remota posibilidad de producir un documento escrito. La mesa redonda y la luz del flexo de lectura de mi habitación nos sirvieron de testigo. Abrí mi cartera y le alargué unos folios en blanco y un bolígrafo. Si escribía o dibujaba mientras yo hablaba, si jugaba a eso, me proporcionaría alguna pista sobre su estado de ánimo y serviría a mi estrategia.
-Vamos allá -comenzó.
-Empieza tú misma.
-Pues bien, como sabes...
Ella habló, yo hablé, ella replicó, yo repliqué, ella arguyó yo argüí, y paso a paso, sin ceder, pero sin perder el norte, ella dura, yo también, llegamos a las tres de la madrugada -nos habíamos encerrado a las once y media- cuando los dos dijimos al unísono.
-¡¡Eso es!!
Repasamos con exactitud y sin falsas interpretaciones durante media hora los puntos comunes y las cesiones hechas para fijar totalmente el acuerdo. Nos levantamos de la silla y nos felicitamos. Esta vez nos dimos un beso en la mejilla.
-Bien, ¿me permites que te invite a cava?
No esperé la contestación. Había abierto el minibar y descorchaba un benjamín que escanciaba en las dos copas que encontré en el frigorífico.
-¡Por los acuerdos! -alargué la copa.
Ella la tomó y la inclinó sobre la mía hasta que el cristal sonó.
-¡Por los acuerdos!
Ambos bebimos. Permanecíamos de pie porque a los dos nos apetecía estirar las piernas después de tan larga sentada.
-¡Por nosotros! -brindó ella espontáneamente.
-¡Por nosotros! -contesté yo.
Se había transformado. Se había moderado. Levantó los brazos y puso sus manos sobre la nuca en un gesto bastante descuidado, lejano al excesivo protocolo mantenido hasta el momento.
-Parece que ha salido bien -comenté.
-Eso parece, sin embargo yo tengo la sensación de haber hecho algo mal.
-¡Pero lo acordado, acordado está! -me alarmé.
-¡Efectivamente, eso ya no hay ya quien lo mueva, pero tengo esa sensación! Como cuando, de niña, hacías alguna travesura y la escondías para que nadie supiese que habías sido tú y luego tenías cargo de conciencia. ¿A ti no te pasa? ¿No sientes que hemos engañado o no hemos terminado correctamente los deberes? Esa es la sensación que tengo.
-¡La conciencia cristiana! Pero tú conoces con seguridad que las conciencias con el tiempo y el ejercicio se van transformando, ensanchan hasta convertirse en lasas.
-A mi no me gustaría pasar por ahí, y ese es el dolor.
-¡Bueno, bueno!, ¿de qué te quejas, de que hemos terminado enseguida?, ¿de que no han existido grandes desacuerdos?
-Quizá sea eso. El tema para mi gente es un tanto peliagudo, vosotros lo tenéis más fácil.
-Reconoce que se trata de algo capital
-Lo reconozco y estoy de acuerdo en todo, pero deja que te diga que tengo esa sensación extraña...
-Eso se arregla con otra copa de champán.
-¡Venga! Una vez que se empieza a pecar, antes de confesarse, hay que disfrutar del pecado, decía una compañera mía de colegio.
-Sabía entender la vida esa compañera tuya.
-Por la mínima sospecha el confesor te ponía la penitencia muy cuesta arriba.
-¿Ah sí? ¿Cuántas avemarías te mandaba?
-¡Eso era lo de menos! En las clases particulares sacaba a relucir los pecadillos y te zurraba bien la badana.
-Pero ¿cómo, rompía el secreto de confesión?
-¡No hombre, no! ¡Era más sutil! Decía, por ejemplo: “¡Ángela ha estudiado poco durante el sábado y el domingo, se nota en los trabajos. Ángela ven acá!...” ¡ Ten cuidado!
La última exclamación me la dirigía a mí que llenaba su copa y el cava chorreaba pegajoso por sus dedos...
-Disculpa.
-No es nada... ¡Pero nos vamos a poner!...
-Sigue contando lo de Ángela.
-Colocaba la cabeza de la chica entre sus piernas, le tapaba la cara con la sotana y le daba unos buenos azotes en el culo, allí, en medio de la clase...
-¿Y a ti?
-¡A mí y a todas, allí no se escapaba nadie!
-¿Y qué edad tendríais?
-Entre doce y catorce años...
-¿No os daba vergüenza?
Paz permanecía de pie, yo me senté en la silla que ocupaba mientras trabajábamos.
-Lo veíamos normal, como todas éramos chicas y nos tocaba a todas... Recuerdo una tarde de domingo que me pilló en la plaza, saliendo del baile. El lunes no me dijo nada, pero el martes cuando me entregó el cuaderno, me comentó: “¿Ves Paz cómo no se puede vivir en las nubes? Resides in cornibus lunae, pero te voy a traer a la tierra.” Metió mi cabeza entre sus piernas, me levantó la falda y me puso el culo como un tomate por haber escrito hierba con "v".
-¡Por haber escrito hierba con "v"! ¡Vaya con el cura!...
-¡No creas! ¡Me gustó, he de confesar que me gustó! Aquel hombre tenía mucho carácter y a todas nos ha hecho mujeres independientes... Te diría que todas guardamos un especial cariño por él.
-Si todas habéis salido como tú, ¡qué duda cabe! ¿Y ahora también te han pillado saliendo del baile?
-Nos pueden pillar a los dos.
-Voy a tener que hacer yo de cura y ponerte la penitencia.
-Tú no sabes, buena pinta de curas tienes tú.
-Fui seminarista. A mí también me pegaba una maestra en el culo.
-¿A ti? ¡No me digas!
-Era una maestra relativamente joven. A los muchachos no nos daba escuela, pero nos preparaba para la comunión. Era muy beata. Y cuando no nos sabíamos el catecismo hacía como tú dices. Nos metía la cabeza entre las piernas y nos daba en el culo. Y a mí, como a ti, también me gustaba. Ella no se levantaba de la silla. Decía, "¡Fulanito, ven aquí!" Te preguntaba la lección que había que contestar al pie de la letra, si fallabas una palabra, ¡azotes! Aún recuerdo la última vez que me pegó. Se levantó un poco la falda y mi cara quedó allí atrapada entre sus muslos. Me gustaría volver a oler allí. Cuando me dio con la mano en el culo, se me supo tiesa, y ahora recordándolo también. Ella se dio cuenta y no volvió a pegarme con la mano. Desde entonces lo hacía con una regla, pero metió muchas veces más mi cabeza entre sus muslos.
-¡Vaya, si ahora resulta que te va a gustar la disciplina inglesa!
-Depende del ama.
La miré directamente a los ojos. Paz, con la copa de champán mediada, se había sentado en el borde de mi cama. Me levanté, llené su copa y la mía, bebimos ambos. Yo de pie, ella sentada. Sin hablar una palabra, cogí su copa y junto con la mía deposité ambas sobre la mesa escritorio. Volví hacia la cama. Me senté al lado de Paz. Sin pronunciar palabra, sujeté su cabeza y la volví sobre sí misma. Su cara quedó entre mis piernas. Sus rodillas dobladas en el suelo, su media melena derramándose sobre mis piernas. Levanté la falda y sus nalgas quedaron al aire apenas cubiertas por la tenue seda de las bragas negras. Sus muslos, encuadrados en los tirantes del liguero, pedían el ritual de los azotes. Fui comedido. Dos palmadas en cada una de las cachas bastaron para que tomaran el color de mejillas arreboladas. Un suspiro de Paz indicaba que el castigo había sido suficiente. Ella se levantó airada. Yo temía lo peor: una denuncia por malos tratos, si bien suponía que nuestra delicada situación no le permitiría alegrías de ningún tipo. De pie, me increpó:
-¡Tú tampoco has aprendido la lección! ¡Muy aplicado, mucho hacer los deberes, pero deprisa y corriendo! ¡Tú también mereces un castigo! ¡¡Levántate!!
Como yo la mirara perplejo y un tanto admirado, insistió.
-¡Levántate, vamos!
Obedecí sumiso. Sabía de su fuerza, pero tanta energía, me sorprendió.
-¡Quítate los pantalones, deprisa!
Sentada sobre la cama, con las piernas entreabiertas y la falda un poco por encima de las rodillas, levantó los brazos y mi cara se sepultó más abajo de su regazo. Percibía el calor de la carne y ese olor propio de la feminidad bien administrada. Ese perfume suave me transportó a otros años y sentí crecer, ahora que yo también me encontraba de rodillas y humillado, el más robusto árbol de mi bosque.
-¡Y además desobediente! ¿Eh? -le oí mientras deshebillaba mi cinturón y tiraba hacia a tras de mis pantalones, como si pelara un plátano-. ¡Te había dicho que te quitaras los pantalones, como no sabes obedecer, aprenderás lo que es bueno! ¿Pero qué veo?, ¿calzones largos?, ¡abajo también!
Con todo el culo al aire me sentía excitadísimo, pero incapaz de moverme ni de reaccionar. Sentí la llegada de la palma caliente, una y otra y otra vez, al tiempo que se me endurecía más y más la parte cantante. Debió ser en aquel momento cuando suspiré o me quejé del ejemplar castigo, pero noté que mi boca tocaba el ángulo agudo aún cubierto. Aparté hacia un lado aquel trapito y adentré mi lengua como embajadora de otros elementos en la casa desconocida hasta entonces. La embajada fue bien recibida. Supe que las puertas se abrían de par en par y que inmediatamente las relaciones diplomáticas se pondrían en marcha y mi otro extremo recibiría honores de ministro plenipotenciario. Paz cayó de la cama y sus piernas se retorcieron en torno a mi cuello. Sentí el cosquilleo de su melena entre mis muslos y la cara cerca de mis reservas. En este número retorcido, las manos cumplían el papel de tropas expedicionarias que despejaban el campo de cualquier impedimenta. Ahora eran los volcanes, erectos picachos de nieve derretida, los que quemaban las caras internas de las columnas de mi imperio. Mantuvimos las maniobras conjuntas y paralelas hasta que el derrumbe de ambos bandos se presentía inminente. Se repetía la batalla anterior. Nadie cedía un palmo de terreno aunque ninguno de los dos queríamos que la hecatombe llegara. A punto de estallar sendas bombas atómicas, reorganizamos los ejércitos y ambos comandantes nos vimos las caras. Miré hacia el champán que burbujeaba expectante frente a la batalla. Pero ambos contendientes entendimos que era preferible el fuerte y tierno abrazo. En él nos fundimos en una larga y excitante noche que había comenzado con una total desconfianza...
Velilla, 23 de noviembre, 1997.

lunes, marzo 17, 2008

POR LA VEREDA NUEVA: Mi amiga de verano

POR LA VEREDA NUEVA

por

Petronilo Marceliano Tardón

NOTA DEL EDITOR

Acorde con la tradición de la Editorial Tal Vez, y a sugerencia de Vereda Nueva, la joven periodista Paula Marta Temprano, rescató de los caóticos archivos del viejo escritor Petronilo Marceliano Tardón los cuentos que hoy ven la luz. Es necesario advertir que nada tiene que ver PMT en la temática, subida de tono en ocasiones, aunque sí en la forma, intachable como todo lo que ella escribe. La responsabilidad última sobre el resultado es exclusiva

del editor.

P.M.T.

MI AMIGA DE VERANO

Nos conocíamos de toda la vida. Hacía más de diez años que no coincidíamos de veraneo en el pueblo. Nos encontramos paseando nuestros perros por el campo un anochecer fresco de agosto. Ambos nos quedamos quietos, mirándonos, hasta que ella dijo:

–Dame un beso.

El primero se quedó en las mejillas, el segundo del protocolo se escapó a los labios. Yo le abracé con fuerza; ella me echó sus brazos al cuello. Nadie nos veía, los perros se olisqueaban y jugaban en el prado cercano. Mi mano se coló bajo su falda. Se apretó contra mí. La senté en la pared de piedra berroqueña. Le mordí en el cuello y ella a mí. Bajé hasta el pecho y desabroché su blusa. Ella suspiró. Levanté su falda y metí la cabeza entre sus piernas. Ella puso sus manos sobre mi pelo. Seguí hurgando. Ella suspiraba. Me bajé los pantalones. Sentí sus piernas sobre mis hombros. Busqué sus labios de nuevo.

La escena no duró más de diez minutos. Para los dos fue la segunda vez desde que dejamos colgada la adolescencia para siempre, otra tarde parecida, en una casa de heno cercana.

Llamamos a los perros. Cuando regresamos, su marido y mi mujer charlaban amigablemente tomando una cerveza en la terraza de un bar.

sábado, marzo 15, 2008

La biblioteca imposible, último capítulo:HACIENDO EL AMOR AL SON DEL OFICIO DE DIFUNTOS

Pienso en el dormitorio, pero es una habitación con las paredes forradas de libros. En medio una mesa muy desordenada repleta de papeles, colillas, restos de comida y vasos de güisqui sucios. Hay también una máquina de escribir, una vieja Olivetti. En una mesa auxiliar un ordenador muy sucio y un teléfono.

Se sienta sobre la mesa y me acerco a él. Me recibe entre sus piernas nos abrazamos y siento sus manos en mis carnes. He dejado mi timidez y las mías también hurgan bajo su ropa. El pecho, robusto, cubierto de vello, me lo imagino blanco como su melena. Su boca se ha perdido en mi pecho y miro hacia el cielo ¡tan próximo! Sus manos anda por mis muslos, llega al vértice y acarician. Mis piernas flaquean y la habitación da vueltas. Me toma en brazos y cambiamos la postura. Su cara se posa entre mis piernas y su lengua juega alegre entre mis entretelas. Yo también río. Un impulso imparable me obliga a cambiar de postura: me arrojo sobre su cinturón que desabrocho y busco allá abajo. Mi boca necesita beber. Me para.

— Un momento.- Dice, y se va.

Se acerca a un viejo aparato de música, un tocadiscos. Pero no coloca un vinilo en el plato, sino una cinta. Suena el gregoriano cantado por una sola voz de hombre. Canta en latín, un latín muy malo, macarrónico. No son Carminas, es música religiosa. Petronilo ha desaparecido. Espero cualquier sorpresa, de él lo espero todo. Aparece con dos vasos tintineantes de güisqui. Se sienta en la silla de la mesa, y como si nada hubiera pasado, me alarga uno. Abre un cajón, saca tres libretillas de alambre, libretas pequeñas de bolsillo.

— Posiblemente esto es lo que busques. Es toda mi obra, apuntes de novelas que nunca he desarrollado ni desarrollaré.

Tomo las libretas y las ojeo. De pronto me he quedado helada, fría, el fragor de hace unos instantes se ha convertido en atontamiento y desazón, en desconfianza y remordimientos, en descorazonamiento y fatiga. Remordimiento. No sé qué decir. Me siento ridícula. Como puedo coloco mi ropa. Sé que todo ha terminado.

Petronilo habla otra vez. Habla deprisa para ocupar el tiempo:

— ¿Sabes qué música suena? Es el Oficio de Difuntos cantado por el último sacristán de un pueblo moribundo. Él también ha muerto ya. La Iglesia ha desterrado, este "dies irae" de su liturgia, por tétrico. Yo creo que es lo que corresponde ahora. Acuérdate lo que decía el viejo Charles, "un sabor temprano de la muerte no es necesariamente mala cosa" y hoy, tú, vas a tener que guardar luto. ¡La gente, la vida! ¡Qué maravilla! Me gustaría estar con todas las señoras pero para mí ha llegado el dies irae. Una mujer se enamora. Una mujer casi adolescente se enamora de un viejo, más bien curiosa. Una mujer enamorada:

"—Te quiero

"—No me quieres.

"—Voy a tener un hijo. ¡Es tuyo!

"—¡Estoy de acuerdo! ¡Hay que celebrarlo!

"—El hijo no es tuyo es del otro. ¡Perdóname!

Dos terminaciones:

"—Envidia.

"—No podemos tener el hijo.

"—Generosidad.

"—Tendremos el hijo y será de los tres ¿qué más da?

No le escucho. Miro las libretas. No veo nada terminado. Me llama la atención un nombre de mujer: Alicia. El texto apenas ocupa una página que copio literalmente.

ALICIA

Alicia, traspasó su propia barrera del sonido el día que le dieron el alta en el hospital, después de permanecer interna más de tres meses porque su coche se empotró contra un árbol cuando se dirigía al trabajo. Sin avisar a nadie tomó un taxi y le dio su propia dirección. No encontró las llaves. Tocó el timbre. Le abrió una mujer un poco más joven que ella.

— Alicia ya no vive aquí.

— Yo soy Alicia ¿Donde está Vicente?

— No ha vuelto todavía, pero no creo que tarde. Puedes esperarlo en el bar de la esquina.

Alicia y Vicente habían vivido juntos dos años. Alicia antes había experimentado otro amor apasionado y tortuoso con Alejo. Alejo había terminado pegándole por unos celos sin control. Alejo murió con una botella de brandy en la boca que su padre le compró para que dejara de incendiar coches. De Alejo, Alicia se repuso como pudo. Las heridas del cuerpo sanaron antes que los sarcasmos de la hermana de Alejo, quien la culpaba del fin trágico de su hermano. Vicente ocupó el mismo lado de la cama que antes calentaba Alejo, aunque sobre otro colchón. Cuando Alicia, aún viva, regresaba del hospital, sintió como su lado, el propio, también se había ocupado.

Esperó a Vicente en el bar de la esquina. No tardó más que dos café.

— Hola Vicente. Dame las llaves de mi casa.

— Es que pensaba que no te ibas a salvar, por eso invité a Susana.

— De acuerdo, pero he vuelto y el piso lo alquilé yo. Por favor, dame las llaves. Voy a esperar aquí una hora. Cuando vuelva, no quiero encontrar nada tuyo en casa.

Fueron dos cubalibres y un nuevo planteamiento. Su corazón seguiría abierto, y sus piernas también, pero nunca más a uno sólo.

Desde entonces Alicia ha conseguido el doctorado en sociología con una tesis titulada "Casas compartidas y otras soledades", corre sin miedo en su coche a través de todas las carreteras del mundo sin que jamás se le caiga la sonrisa de los labios. Viaja sola. La compañía la encuentra en cada puerto.

El miserere ha concluido. Petronilo ha sustituido la salmodia religiosa por un sensual saxo en "Prelude to a kiss". Petronilo se ha sentado y bebe su güisqui. Yo también bebo cuando acabo de leer Alicia.

Reacciono de repente:

—Quiero acostarme contigo, pase lo que pase. – Le increpo mirándole muy seriamente, de manera que no tenga escapatoria y acepte. Se me ha ido en la entrevista pero de aquí no.

— Bueno, podemos dormir la siesta, porque otra cosa… Siempre ha sido imposible, como las novelas.

— Ya veremos qué sucede hoy. Ven.

Me acerco a él y me echo en sus brazos, le beso en la boca y le hago oler mi sexo. Cierra los ojos. Me abraza con ternura, de repente advierto una lágrima que corre por sus ojeras. Le tomo por las manos, tiro de él, le levanto y busco el dormitorio. Lo dejo tendido sobre la cama. Le quito los pantalones y él se deja hacer. Cuando ya lo tengo casi desnudo, intento ser Lady Godiva sobre éste que a mí me parecía caballo semental. No dice nada, sufre. Nos cobijamos bajo las sábanas, muy limpias y casi perfumadas, contrariamente de lo que se podía pensar. Jugamos, juego durante horas. El se duerme y mientras tanto abuso de él.

Cuando se despierta ya he preparado café. Le traigo una taza. Se incorpora. Sobre mi piel sólo una camisa de las suyas. Me llama a su lado y me acerco. Siento su calor, su ternura, su abrazo casi de padre. Espero la pregunta pero no la hay. Rompo el silencio.

— ¿Has descansado?

— Sí, muy bien. ¿Qué hora es?

— ¡Qué importa!

Me abraza y me toca y mientras habla:

Un nuevo libro ha nacido esta mañana al cruzar el Jarama. Hay una luz muy clara, muy especial. Es una luz de invierno que parece de primavera. Incluso algunos pájaros se han equivocado y vuelan hacia el norte. Paso de la primera, cansada bandada de emigrantes... Pero a lo que íbamos, el libro para la biblioteca imposible dice así: "El orden alfabético" y bajo cada letra, que no necesariamente había de estar en el orden convencional, habrán de contarse otras tantas historias que comenzarán por cada una de las letras del alfabeto, y, bajo cada una de esas letras, otro orden alfabético que se reproduciría a sí mismo, envolvería de nuevo a otro posible libro de letras, cuyas historias podrían o no estar ordenadas alfabéticamente hasta que la espiral tapase el sol y la clara luz de esta mañana invernal confundiera otra vez a los pájaros y creyeran que era de noche... Más que un libro es una biblioteca entera... Te la brindo...

Suelto una sonora carcajada que él corea. Está alegre y yo, también. Tal vez él no sepa por qué río yo. Yo sé que es un buen amante y un buen escritor. Él ignora ambas cosas.

Se levanta hurga en la mesilla. Saca una rosa artificial envuelta en papel de celofán. Me la ofrece.

— Disfrútala recordándome.

— ¡Gracias!- Me atrevo a preguntarle- ¿Por qué vives solo y aquí?

Me mira y ahora es el quien ríe escandalosamente. Sé que no me va a contestar. Cuando para de reírse dice:

— ¡Ni lo pienses! ¡No quiero a nadie en casa! ¡No quiero hablarte de lo que pienso de la familia! Te daría para tres o cuatro libros más y, con las libretas, ya llevas demasiados proyectos.

Nos vestimos. Bajamos Don de Carlos. El ambiente de la noche del sábado es muy distinto al de la tarde. Parejas madura, gente joven, cubalibres y güisquis. Allí está Miguel Angel, las chicas que ligan con él, Carlos, el fotógrafo, Manolo Aparicio, la prima de Lola, el músico…

Don Carlos nos ve sonrientes, nos guiña un ojo, nos invita a güisqui y nos da dos cartones para el bingo.

Velilla, marzo, 2001

sábado, marzo 08, 2008

PMT versus PMT

— ¿ De los seres imaginarios cuales son tus preferidos? - Improviso para reponerme un tanto de la sorpresa por comentario sobre mis piernas y mi falda, lo único que he entendido... y él contesta a toda prisa:

—Las huríes del profeta y las náyades de ojos verdes..., como los tuyos, mi joven entrevistadora. También me gustan las musas.

Leo en una servilleta sobre la que garabatea: cuento "Sobre los espejos" Lo miro, sólo lo miro. Y él continúa:

— Se puede hacer un seminario sobre este tema: los labios de las huríes, las náyades y tus propias piernas. Un seminario reducido... entre tu y yo, solamente...

— Interesante.- Respondo.- Se ha percatado de que lo del seminario me ha llegado.

Saca otra servilleta y me la entrega. Mientras la leo Petronilo Marceliano Tardón pide cerveza. Carlos llega hasta nuestra mesa, retira los vasos vacíos. En el ambiente suena una balada. Carlos trajina y baila. Hay poca clientela a estas horas. Un hombre nos mira, apenas saluda. En la mesa del fondo come el hijo de Carlos. Petronilo mira sin complejo mis piernas. Piensa que no lo advierto, pero noto como sus ojos, un tanto vidriosos, un tanto tristes, pálidos a través de los gruesos cristales de miope, suben más arriba de mis rodillas. En cierto momento casi noto su entusiasmo sobre mi piel. Leo en la servilleta que me tiende mientras bebe más cerveza:

I

Y ahora el cuento de hoy:

II

¿Cómo comentar un combate de boxeo? ¿Hay otra manera de enfrentarse a la vida?

No hay más en la servilleta. Lo miro a los ojos. Lo siento hombre ahogado y vital en lucha permanente consigo mismo. Lo miro mientras bebo cerveza. Ya no son los ojos. Ahora es su mano la que se posa sobre mi rodilla. Intenta llamar mi atención. Saca unas hojas de libreta y me las tiende.

— Lee esto- dice.

I

... Y sigue el cuento de ayer...

Cada noche me asomo a mi balcón a mirar el poyo vacío, pero mi vecina no ha vuelto a usar el jardín para tomar desnuda las noches de luna morena.

Vive sola, no distinguí su cara, lo impedían las sombras...

Aquí hay ya otro cuento de espías...

II

Otro libro. Este es de estudio, de erudición, pero ¿quien lo querría comprar? El título ya quema:

"Escritores de baja estopa".

Propuesta: los autores de padres pobres ¡habrá pocos! que publicaron, los que ni siquiera pintaron o escribieron una línea, pero sintieron el alma de autores: de mi tío Hilario, lo verdaderamente genial fue su vida hasta el punto de llevar tanta pintura en la cabeza que perdió una patera de los calzoncillos sin enterarse de ello. Cuentan que el cacho de trapo estuvo ondeando encima de un carrasco más de tres meses hasta que el sol y los pájaros se lo llevaron para hacer los nidos... Ese cuadro está por pintar, y el episodio sin narrar, y la historia y las ilusiones sin escribir.

Otro libro. Caso de la amiga que inspira estos apuntes de la biblioteca inimaginable o ¿cómo se llamaba la biblioteca?

Al lado inverso, el Canario que vende mucha poesía por El Retiro durante las ferias del libro. Vive de la poesía y nadie lo reconoce...

III

Respeto a la gente, ¿será verdad que somos feos por naturaleza? Algunas personas lo aparentan. Me gustaría cambiar la afirmación.

IV

Chinos que recomiendan restaurantes y regalos. En los bares sirven peruanos y beben españoles. Aquí no pasa nada. Sombreros Borsalino de Casa Yusta, sombreros que yo he visto arreglar a los gitanos en el Pozo de las Bestias.

31 de diciembre de 2000

El último libro del siglo:

"Las cuatro estaciones". Otras cuatro estaciones, día a día, mes a mes, con bares, sexo, y rock and roll.

Mientras leo lo anterior, Petronilo Marceliano Tardón se ha levantado, ha llegado hasta la barra, ha pedido más cerveza, ha ido hasta el servicio, ha vuelto con dos tubos, se ha sentado y me mira. Comienza a hablar de corrido, como si lo tuviera preparado pero sé que es instantáneo. No me deja terminar de leer. La vehemencia le sale de dentro, no pretende molestar, expresa lo que piensa espontáneamente. No se calla. Habla y habla:

— Racimos de imposibles novelas nunca escritas. Editadas por editoriales y editores que nunca han editado un libro. Criticadas pro críticos que nunca las leyeron. Publicadas estas críticas en las mismas importantes editoriales antes citadas, en las secciones de ensayo y erudición. Recogidas después en enciclopedias inexistentes. Novelas guardadas en bibliotecas y clasificadas en peculiar manera. Bibliotecas a las que acuden no lectores... El otro lado de los espejos. ¿Qué te parece? - Pregunta Petronilo. Te has asustado un poco...

— No exactamente.- Contesto. Siento que la entrevista se me va de las manos. Que nunca podré dominar a este personaje, no obstante ataco preguntando a ver si le sorprendo- ¿Por qué insistes tanto sobre las bragas?

— El deseo de mirar bajo las faldas no es otra cosa que el intento de conocer el interior de la mujer, conocer sus pensamientos. Es una traslación de la mirada interior. Tal vez la metáfora de la Caverna que ya utilizó Platón, de la cual procedemos todos. Las bragas serían sólo esa suave tela de araña que impide volver hacia el pasado, hacia los orígenes, hacia la infancia... Ahí tienes psicoanálisis, ahí tienes erotismo, ahí tienes deseo y juego. ¿Te parece interesante el seminario que te propongo?

Su mano esta vez llega hasta mi rodilla y acaricia muy suavemente el interior de mis piernas. No me retiro. No sé por qué. Aunque me da cierto miedo, siento también una atracción fatal. Son suaves sus manos. No me disgusta la caricia. Me palpita el corazón y siento subir el calor por mi cuerpo. Muevo las piernas para disuadirle, para disimular mi turbación y para inclinarme sobre la mesa, alcanzar el vaso y beber cerveza... Él me mira y sonríe, es una mirada tierna de miope... Retira la mano avisado, pero sé que volverá.

— Además de estos temas supongo que también te habrán interesado otros. Enumérame algunos de los proyectos más extravagantes que hayas imaginado...

Se ha echado hacia atrás en la silla, pierde la mirada en el techo con cierta nostalgia.

— Pues verás, en cierta ocasión hice un proyecto para una bodega de vino, en otra para una agencia de prensa, en otra para una gasolinera, en otra para un camping, en otra para un poblado celta y así hasta donde tu quieras, lo de los proyectos ya lo comentamos, te puedo proponer unos cuantos en poco tiempo...

Ahora se lanza a desgranarme cada uno de los proyectos que me ha enumerado y me llama especialmente la atención el del poblado celta. Me habla de chozos y pallozas, de sierras y de valles, de aguas subterráneas y de zahoríes, de leyendas, de la vida... Me cuenta que Don Carlos también hace proyectos: quiere irse a León y montar un hotel rural, un hotel para gente como nosotros que quiere tener una entrevista tranquila. Me comenta que lo más probable es que no se lleven a cabo nunca, pero lo ilusionante es la esperanza, el imaginar...

Pasan las horas. El magnetófono se ha parado sin avisar y a mi se me ha ido el santo al cielo. Hemos bebido más cerveza. El público ha cambiado. La tarde, a eso de las ocho, en este sábado de enero de 2001, se ha poblado de muchachas y muchachos muy jóvenes. La música también ha cambiado. Suena alguna canción de Sabina y mucho bakalao. Los jóvenes nos miran extrañados. El ruido es grande, casi molesto, Carlos reina detrás de la barra. Nos ha traído algunos pinchos. Eso es todo lo que hemos comido. Petronilo me ha cogido la mano entre las suyas. Yo no la aparto. Me gusta que me mire a los ojos. Yo también lo miro. El beso llega solo. Siento como se me eriza el cuerpo. Un escalofrío en la espina dorsal. Su lengua enreda en mi cuello y se entretiene en mi oreja. Le acaricio el rostro y le miro. No sé qué ha visto en mis ojos, pero siento su mano subiendo, subiendo, suave, despacio, por entre mis piernas. No llega hasta arriba. Sabe marcar los tiempos. Me ha vuelto a besar en la boca y ahora nos hemos entretenido más. De repente oímos un aplauso de los jóvenes que pueblan el bar. Despertamos. Nos lo dirigen a nosotros. Siento una vergüenza atroz. Debo presentar una cara roja como las amapolas.

— ¡Déjalo, por favor! - Me atrevo a decir, casi con miedo a que me obedezca. Me besa en la mejilla y me murmura en el oído, al tiempo que aprieta mi mano.

—¡Vámonos!

Nos levantamos. Recojo el magnetófono y las servilletas escritas. El no paga ni yo tampoco. Carlos desde la barra nos mira salir y no dice nada, sonríe solamente. Apenas hemos andado diez metros. Entramos en un portal de una casa nueva. Petronilo llama al ascensor. Dentro, me abraza. Yo me cuelgo de su cuello. Siento sus brazos fuertes sobre mi cintura. Una mano se cuela bajo mi falda. No me importa, lo deseo. Un beso de dos pisos y una mano en mi grupa. Deseo montar en este viejo garañón que parece potente. Llegamos a su casa. Apenas me suelta la cintura para buscar las llaves. Abre la puerta, entramos y cierra con el tacón. Me abalanzo sobre él y le beso intensamente, apasionadamente, sin ningún pudor, totalmente entregada, le deseaba allí mismo y entonces mismo…

— ¡Un momento, princesa!- Susurra Petronilo mientras se suelta y se encamina hacia una puerta cerrada.

sábado, marzo 01, 2008

NO ES LO QUE PARECE II

"—Está muy bien, bailas muy bien, y te exhibes muy bien, pero aunque a mí me gusta mucho mirar, también me gusta tocar, en cambio no me gusta la violencia... - Le dije.

"—A mí tampoco me contestó... Y se fue para volver con otro modelo y seguir la exhibición.

"Se sentó en mis rodillas. La acaricié. Intenté meter un dedo dentro del tapa sellos para dejar sin duda las huellas dactilares donde hiciera falta. Mordí su cuello... No me dejó llegar a trazar con exactitud la bisectriz de su ángulo obtuso, no me dejó terminar. Prefirió iniciar una mediatriz en línea cambiante sobre su boca y mi ángulo agudo. Aquel día comprendí un poco más la importancia de la geometría aplicada y los secretos de las medianas. Fue el comienzo de la geometría del plano: comencé a entender los triángulos, la importancia de los ángulos y las relaciones con los senos... Recordé al geómetra del Manuscrito encontrado en Zaragoza. Yo tampoco he sido capaz de aprender a bailar la zarabanda.

"Cuando apuré por fin el güisqui y encendí el cigarrillo de la despedida, ella me dijo:

"— De ordinario son cincuenta mil, pero a ti te lo dejo en quince.

"Yo me levanté, le pagué, me despedí y nunca se ha vuelto a cruza en mi camino. Seguramente andará mostrando su colección a otros interesados en esos menesteres o tal vez la haya donado al museo etnológico de la Universidad Autónoma, no sé..."

Petronilo Marceliano Tardón calló de repente. No añadió más. Me miraba sonriendo. Yo, sorprendida, no sabía qué preguntar, y eso es lo peor que le puede pasar a una periodista, que el entrevistado le gane la partida. El cuestionario, preparado a medias, ya se había ido al garete. Aquel hombre me producía sentimientos contradictorios: su capacidad de fabular sobre cualquier asunto y su incapacidad para terminar nada. También había admiración, a pesar de esa cierta grosería que él controlaba. Por eso le pregunté.

— ¿Por qué no escribe esa historia?

— Porque la he vivido, querida, y lo que se vive no se escribe, y si se cuenta, se exagera. Eso es de ahora y de siempre. Tal vez sea un cuento intercalado, pero no lo escribas, ni lo niegues ni lo afirmes. Tu nunca debes escribir sobre lo que no te guste. Puedes escribir sobre lo que ignores, puedes escribir de eso. De eso sí puedes escribir cuanto te apetezca, puedes inventar, pero nunca escribas sobre lo que no te guste. Ahí mismo tienes una dificultad: ¿sabes lo que te gusta? Pero nunca debes preguntarte sabes lo que te gusta o no. ¿A quien puede importarle? Tú escribe, escribe, que ya aprenderás. En la Calle Atocha, podía ser Huertas, no voy a poner ni quitar nombres, pero no escribas de La Fíduala. No escribas del Ateneo, no escribas de Gurriarán, no escribas del Emilio Romero, ni de Virginia, ni de los policías, no escribas de la fuente, ni de Ángela, ni de Antonio, ni de Araceli, de la inglesa, ni de jazz, no escribas de lo que no te guste. No escribas de mí, no escribas poemas, no escribas, por favor, no escribas, por favor... No escribas nada. Escribe de ese tipo de carne y hueso que te conmueve, que te intimida... Sigo bajando por Atocha. Tal vez la misma calle por donde se bajaba hacia las huertas. Pero no es la calle Huertas. No quiero llegar a la calle Huertas. Eso es otro cantar, tal vez otro libro, como La Calle Valverde. ¿O has olvidado que en la calle Huertas estuvo el Diario Pueblo, El Ministerio de Trabajo, una comisaría... Y allí está también La Fídula, el primer café de música clásica y hasta el Ateneo. Podrás investigar y escribir, pero ¡ten cuidado! Te puedo contar una ocasión maravillosa: "La noche que me invitó el inglés", se puede titular. Pero no debemos adelantar acontecimientos. Sírvate saber que terminamos ¿cuántos? Al menos seis en una sola cama. Y yo aquí estoy. No sé nada de los demás ni los demás saben nada de mí y lo más posible es que no sepan nada unos de otros...

Petronilo Marceliano Tardón a estas alturas hablaba con una soltura fuera de toda regla. Si es que en alguna vez las había respetado. Yo sabía que era un hombre a su modo. Sabía, porque él me lo había contado en otros encuentros, de un tío suyo que había querido ser pintor, y que sólo pintó un San Bartolo en una pared, que debía haber sido tan bebedor y charlatán como él, había terminado sus días viviendo en una ermita, abandonado de todos porque con todos había reñido. Yo sabía más de él, que él de mí. Por eso le pregunté a bocajarro, pensando que le dominaría de nuevo.

— ¿ Qué tienes que decir de tu proverbial desorden?

— Conozco una biblioteca que no debe pasar de los tres mil títulos, totalmente inutilizable por el simple hecho de que el orden que guardan los libros es un orden peculiar, pero muy lógico, según quien la organizó en su momento. Me cuentan que alguien hizo un curso de bibliotecomanía o como se llame. Le enseñaron que todos los libros deben llevar un número de registro y un tejuelo en el lomo. Pues bien este alguien se ha empeñado en colocar los libros por el orden del número de registro, que es el número de entrada. Es decir el orden por el que van llegando como si de una cola se tratase. Pero para encontrarlos, hay que buscarlos por el número del tejuelo del lomo, orden por el que se colocan en los estantes... Como consecuencia, para dar con un libro hay que consultar íntegro el libro de registro de entrada. Allí encontrarás el número de tejuelo, y a continuación se ha de esperar que el libro esté colocado en el anaquel que le corresponde... Pero tiene un orden, una lógica. Los libros forman un caos armonizado por una lógica de difícil utilidad para algunos, muy útil para quien la puso en práctica... Una lógica, en definitiva... ¡El caos y el orden! A mi parecer nos pasamos el tiempo intentando ordenar a nuestro gusto todo lo que ya está ordenado. Luz del Olmo recuerda sus libros por los colores: los nombra El Libro Azul, El Libro Amarillo... Esta clasificación aparece con frecuencia: el Libro Rojo, de Mao, el Libro blanco de Cualquier Cosa, Las Páginas Amarillas, la prensa salmón, las novelas rosas, los chistes verdes, el humor negro y quedarse en blanco... Pero eso también requiere una segunda lectura, y así sigue la contradicción del desorden de tu nombre. ¿Cómo puede haber desorden en un nombre aunque este sea el caos? Y concluyo: lo del caos es mentira, lo del orden, también. Cada uno intenta mantener su propio orden, el que le sea más querido, más cómodo o más sentido; pocas veces el más lógico. Tendemos todos a crear nuestro propio orden y queremos que los demás lo admitan. Cuando alguien manda, se dice que impone un orden y ese ordenador quiere que todo el mundo admita esa lógica. Lógicamente eso genera un opositor que lo que quiere es imponer su propio orden, y nacen el bien y el mal, dios y el diablo, el yang y el yeng, y tantas cuantas parejas se quiera: yo y el otro, el gordo y el flaco, Ortega y Gasset... Hasta que venga otro que monte otro sistema, a quien también le saldrá un opositor que tarde o temprano le ganará, y volverá a la oposición o a la invención de otro sistema... ¡Hasta el infinito volviendo continuamente al caos!... Pero todo esto ¿qué tiene de importante? Lo que verdaderamente me interesa ahora, y lo que me intriga es qué hay bajo tu falda, al final de tus piernas. Eso es lo me intriga y me gustaría oler a fondo y disfrutar de ese caos...