miércoles, julio 23, 2008

LOS PAÑOS CORPORALES

Un cuento más del cuaderno
"La vereda nueva"
de
Petronilo Marcelinao Tardón

Nunca he sido amigo de ceremonias ni celebraciones, sin embargo las circunstancias me empujaron a participar de una manera muy activa en todo lo referente a la Iglesia. Era mi primer puesto como funcionario. Había sacado unas oposiciones a guardamontes y me destinaron a un pueblo muy pequeño.
Me alojé en casa de una señora que me recomendaron en el bar de la parada del autobús. Una casa pobre pero muy limpia donde vivíamos tres personas: la dueña, su hija y yo. Al poco tiempo, todo el pueblo me conocía. Un nuevo guardabosques no pasa desapercibido en una población de apenas quinientos habitantes que sólo dispone de un bar. El pueblo ofrecía pocas distracciones pero el cura, don Eugenio, hombre joven, había logrado convertir la iglesia y los domingos en el mayor acontecimiento social de la semana. No le parecía mal que los rituales se convirtieran en conversaciones. Es más, parecía que lo provocara: así conseguía mantener unida a la grey.
Enseguida me hice amigo del cura y, a través de él, de Paz y Amable, los maestros. Se habían casado el verano anterior y románticamente habían pedido un pueblo pequeño para vivir juntos.
Debía ser a principio de la primavera cuando Amable empezó a enfermar. Era una enfermedad extraña, nada dolorosa, nada molesta físicamente: un insomnio que apenas le permitía descansar dos o tres horas y siempre de madrugada. Esta enfermedad contribuyó a que el cura, la pareja y yo estrecháramos aún más nuestra amistad. Para distraer al joven marido, Paz compró un tocadiscos. Escuchando música pasábamos largas veladas en casa de los maestros. Allí conocimos y amamos a los Beatles, a los Roling, a los Pekeniques, Brincos, y otros grupos modernos.
Las tardes, después de la escuela, los maestros y el cura me acompañaban al bosque y así cumplíamos la doble función de vigilancia y de fatigar el cuerpo de Amable en busca del sueño. En estos paseos se hablaba de todo.
-- Yo todavía no quiero tener hijos, pero tú, Eugenio, no me puedes pedir que como método utilice la abstención.-- Comentaba Paz que además de poco vergonzosa era muy habladora.-- Me acuesto todas las noches al lado de este hombre, que no duerme; cuando me muevo o se mueve me roza o lo rozo; el camino que tenemos que andar es muy corto y el encuentro muy agradable. ¿Qué quieres que me aparte? ¡Yo no soy de piedra!
-- ¿Pero todas las noches lo hacéis? Preguntaba Eugenio el cura, ejerciendo de confesor...
-- Apenas os vais y nos acostamos. Confirmaba Amable.
-- Eso es mucho, eso es pecado. Murmuraba por lo bajo Eugenio, como si negara la absolución.
En estos asuntos yo no opinaba, sólo imaginaba a Paz desnuda y cubierta de polvo... En ocasiones, para mí los paseos resultaban un suplicio. A la atracción que sentía por el grupo y su compañía había de añadir las conversaciones con el cura y el escozor del respeto que me merecía Paz, pero sin poder evitar el que me atrajera o nos atrajese quizá a todos, cuestión que ella acentuaba, ahora que el sol comenzaba a calentar moderadamente, vistiendo un suéter ajustado que resaltaba sus formas puntiagudas. Una falda escocesa no muy larga, - Mary Quant mandaba- y semiabierta dejaba ver sus muslos rotundos que yo imaginaba cálidos. Todo ello procuraba en mí un escozor anímico a caballo entre la desesperación y la esperanza, entre el huir y quedarme. Paz, no muy alta, lucía una hermosa melena negra que dejaba caer por los hombros. El flequillo por la frente daban cierto aire travieso a unos ojos negros muy brillantes juguetones y coquetos. La nariz un tanto respingona, los pómulos acentuados, los labios carnosos y rojos, siempre sonriente dejaban ver los dientes blancos y alineados. Todo el conjunto dibujaba un rostro muy agradable y sensual. En mi, solo y joven, despertaba todos los demonios.
En la pensión me esperaba la señora María y su hija Sagrario. Algunas noches, cuando llegaba, ya tarde, de las veladas en casa de Amable, la luz de la habitación de Sagrario aún permanecía encendida. Sagrario, joven y romántica, leía libros del Círculo de Lectores de los que llamábamos fuertes y a ella le llenaban la cabeza de pájaros.
A las beatas del pueblo no les agradaba la estrecha amistad entre los tres hombres y la mujer. Del cura decían que era consejero espiritual de la pareja, y, de Paz, algo más que director espiritual. De Amable que era un calzonazos, y de mí que aprovechaba de las circunstancias. Pero no me vino mal la murmuración. Sagrario comenzó a mostrarse muy simpática conmigo. Se aficionó a la Iglesia hasta el punto de que se encargaba de cuidar los ornamentos.
A la señora María no le parecía mal la piedad de su hija ni el interés que me demostraba. Ella misma procuraba que coincidiéramos en las comidas y que Sagrario y yo estrecháramos relaciones. Tanto fue así que Sagrario terminó uniéndose al grupo y viniendo a pasear con nosotros cuatro por las tardes. Eso calmó las maledicencias y el equilibrio parecía restablecido.
Durante el mes de mayo Eugenio naturalmente organizó el mes de María. Para que acudiera más gente retrasó la oración hasta más allá de la puesta del sol. Era una ceremonia sencilla, nada pesada, únicamente para congregar a los cristianos. Las niñas llevaban flores hasta el altar de la Virgen, el cura entonaba la Salve Regina y se acabó.
Amable y yo declinamos los rezos achacando que era el momento más peligroso del día y que había que estar atento a los fuegos, mientras Eugenio, Paz y Sagrario se encargaban del ritual.
Fue un sábado, día que además de la ofrenda floral, Eugenio solía celebrar una misa vespertina. Amable y yo habíamos salido a la ronda diaria y aquel día llegamos un poco antes. Vimos la puerta de la sacristía abierta.
-- Eugenio debe andar por ahí, quédate tú si quieres, - dijo Amable- yo me voy a casa a refrescarme un poco.
Me dirigí solo hacia la sacristía. Entré. En ese mismo momento también entraba Paz por la puerta del Altar Mayor. Eugenio, ya con el amito puesto y el alba aún levantada, era ayudado por Sagrario a revestirse.
-- Podías avisar -. Fueron las buenas tardes del cura.
Sagrario lucía un vestido blanco de rayas azules, ceñido a al talle, con bastante vuelo. Me pareció un poco sofocada.
Eugenio siguió preparando los ornamentos para salir al altar. En el portapaños, esa especie de carpeta grande que sacaban los curas sobre el cáliz por entonces, colocó un paño blanco que a mí me pareció excesivamente grande.
Entró Paz, tan atractiva como siempre. La miré fijamente y le hice una leve seña hacia el portapaños. Ella también me miró a mí, pero no acusó el recibo del aviso. Se formó la comitiva. Salieron primero las dos mujeres sin ceremonias, - sabido es que el servicio del altar está reservado a los varones, - y después de un mínimo intervalo, Eugenio y detrás yo que oficiaría de monaguillo.
Paz y Sagrario se sentaron en los primero bancos de las mujeres. Es decir al lado de la epístola. Eugenio cura moderno, por aquel entonces ya celebraba, aunque todavía en latín, coram populo, es decir, mirando a la feligresía. Yo también miraba al pueblo, lo que me permitía fijarme con detenimiento en las piernas de nuestras amigas, sobre todo en las de Paz. Sin embargo en una de las genuflexiones advertí que Sagrario o llevaba bragas negras o iba a pelo. Presté atención o los movimientos rituales y confirmé la segunda hipótesis.
Alcanzábamos el final de la misa y Eugenio entonó aquello "Mi paz os doy, mi paz os dejo, no miréis mis pecados, si no la fe de mi iglesia..." Después me dio el ósculo de la paz que yo transferí a mi amiga Paz a quien miré directamente a los ojos enviándole un telegrama.
-- "Pax tecum" murmuré.
-- Et cum spiritu tuo. Contestó ella.
Yo le apreté significativamente los brazos, ella asintió con la cabeza.
Eugenio mientras, limpiaba el cáliz con los paños corporales, pero había tenido la precaución de cerrar el portapaños. Seguía abultado. Me fijé. La sospecha se convirtió en evidencia: el paño que ocultaba eran unas bragas y no podían ser más que las de Sagrario.
Después del "Ite, misa est" Eugenio entonó "Rendidos señor ante el Sagrario, que guarda cuanto queda"... Mientras el coro cantaba, Eugenio delante y yo detrás, marchamos hacia la sacristía.
--Quien guardas eres tú - susurré al oído del cura.
--Calla y sigue -me contestó.
Poco tardaron en llegar Sagrario y Paz. Paz echó el cerrojo de la puerta que comunica la sacristía con la Iglesia. Se dirigió a la cómoda donde aún reposaba el portapaños encima del cáliz y abriéndolo, levantando los brazos a la altura de la cabeza y exhibiendo unas bragas blancas dijo:
-- ¡Vaya corporales que has usado hoy!
-- ¿Tu quoque, filia mea?
Para más inri, Paz, con la gracia y el desparpajo característico, levantó el vestido ampuloso de Sagrario dejando el bosque al aire. Sagrario no se enfadó en exceso. Eugenio terminaba de soltarse el cíngulo y se subía el alba. Yo miraba embelesado.
-- ¡Pues tú también nos enseñas el tuyo! -fue lo que dijo Sagrario-. Y en vez de levantar la falda de Paz tiró de ella hacia abajo.
Y en efecto la señora maestra cumplió con su obligación de enseñar. Yo cerré la puerta de la sacristía que daba a la calle.
Eugenio, con la sotana desabrochada se acercó a Sagrario con la llave en la mano. Yo me quedé en Paz. Concelebramos los cuatro juntos una buena comunión.

lunes, julio 07, 2008

TRES EN RAYA

Entre los escritos de Petronilo Marceliano Tardón también se encontraba esta alucinante crónica de viaje a las entretelas de dos mujeres.
Paula Marta Temprano






Nos habíamos propuesto recorrer media Europa, no disponíamos de mucho dinero y pensamos en el camping. Un mes en esas condiciones resulta largo, pero se cargan pilas para todo un año. Las vacaciones consisten en dedicar medio año a plantificándolas, un mes viviéndolas y el resto contándolas. En eso consisten las vacaciones.
Aquella pareja había decido viajar con nosotros, en nuestro coche, grande y nuevo. Llevaríamos dos tiendas de campaña, pequeñas y fáciles de montar. Pagaríamos todo a medias. A él, le conocíamos poco, pero a Catalina, Katy, compañera de trabajo de mi novia, figuraba en la nómina de nuestra casa.
Aquel año junio en jueves, nos regalaban tres días para ultimar los preparativos. Habíamos fijado la salida para el lunes porque habría menos gente en a carretera, la conducción se produciría en condiciones óptimas y podríamos llegar sin sobresaltos al sur de Francia en nuestra primera etapa. El viaje se había planificado sobre dos ideas bases: ningún día recorreríamos más de quinientos kilómetros ni pasaríamos más de tres noches en el mismo sitio. Las rutas y las plazas de descanso quedaban un poco al azar.
El lunes por la mañana nuestra casa era un caos. Imposible pasar de una habitación a otra sin saltar por encima de alguna mochila. Huyendo de la quema salí a preparar el coche y sacar dinero. Mi mujer se afanaba en preparar bocadillos y bebidas. No pensábamos comer en restaurante alguno, al menos, los primeros días. El empeño a mí me parecía difícil de cumplir, pero digno de encomio y muy loable. En eso la dejé cuando salí de casa. Cuando regresé Katy ya había llegado, pero Katy sola.
Su marido, según contó Katy, aquella misma mañana había recibido una llamada de su oficina rogándole, que si aún no había salido, se incorporara inmediatamente al trabajo pues un importantitísimo negocio- se dedicaban a la importación y exportación- había entrado en cartera y se hacía necesario cerrarlo y nadie como él para la misión. En definitiva, no vendría con nosotros, pero Katy sí. Entendí que Miguel se había preparado el negocio porque no le apetecía en exceso viajar con nosotros. Un mes en Madrid, bien planificado, es Baden-Baden.
A eso de las once, por fin arrancamos. Conducía yo en el primer tramo. A la altura de Zaragoza hicimos la primera parada y el primer relevo al volante. Los tres podíamos pilotar el coche. Pasada Barcelona hicimos el segundo cambio. Habíamos parado en ambas ocasiones en estaciones de carretera y el libro de Cortázar, aunque ninguno lo llevamos a mano, se cumplía: los autonautas estábamos en las cosmopistas. El verano apretaba y la variedad del paisanaje también se mostraba en el más común de los atuendos: casi la ausencia de ellos.
Cruzamos la frontera a media tarde. Estábamos muy cerca de Perpiñán, el mítico sitio de los años setenta, la primera etapa la habíamos cubierto.
No tardamos en encontrar el camping. Las tiendas que llevábamos, iglúes, se montaban con facilidad. Era una da las condiciones del viaje: nada de complicaciones. A pesar de todo, debido al cansancio, decidimos clavar una sola tienda, los tres cabíamos en cualquier parte. Nos duchamos y nos acomodamos. Cenamos de bocadillos. Había muchos españoles en el camping, algunos italianos, más franceses y bastantes alemanes. Relajados, tranquilos con las ilusiones del viaje intactas, decidimos acostarnos temprano. Mañana sería otro día.
Para facilitar las maniobras decidí pasear por el recinto. De esa manera ellas podían acomodarse. Me gusta pasear por los campings en la noche. La gente, en vacaciones duerme sosegada y muestra sin complejos sus individualidades. Las tiendas, las caravanas no son sino un disimulo para exhibir la propia intimidad ante los demás. De ahí que la gente que acude a los campings sea gente abierta dispuesta a vivir coram populo.
Ni en tiempo ni en distancia fue muy largo mi paseo, lo suficiente para que mis compañeras buscaran con decoro el acomodo de los tres. A la vuelta dentro de nuestra tienda la linterna permanecía encendida. Nadie se movía. Pensé que la habían encendido como referencia y para facilitar mis movimientos.
Me descalcé antes de entrar. No pensaba quitarme nada más. Me introduje en el cubículo. Ambas leían. Mi saco, vacío, lo habían colocado al lado derecho de la tienda, junto a mi mujer que ocupaba el centro. Les saludé sin insistencia y busqué un libro en mi bolsa de mano. No hacía ni frío ni calor. La noche, serena, resultaba muy agradable. El cansancio, el silencio y la temperatura llamaban al sueño. No me apetecía hablar, a ellas tampoco. Después de tantas horas en coche se necesita permanecer cada uno consigo mismo, por eso leíamos todos. Mi esposa comenzó a moverse, como si no encontrara el acomodo deseado. Procuré acercarme a la pared de la tienda, sin hacer ningún comentario. A los pocos minutos, mi mujer volvía a ser el epicentro del terremoto: ahora todos nos movimos. Yo más hacia la derecha y Katy hacia su pared. Ese movimiento dejó al descubierto todo lo que la ligera camiseta que vestía nuestra amiga no cubría y la camiseta no llegaba abajo de su cintura. La luz amarillenta de la linterna permitía contemplar sin ninguna traba el juego de curvas de la amiga Katy. Sentí una llamada entre las piernas, pero no la atendí y procuré olvidarla zambulléndome en la lectura. Sin embargo la concentración disminuía, mis ojos abandonaban cada vez más frecuentemente los renglones derechos por las insinuantes y ajenas redondeces. "Si así es la primera noche, ¿cómo terminará esto? -pensé.” La llamada al monte era cada vez más insistente y yo no quería contestar de ninguna manera. Katy respiraba profundamente, por lo que entendí que dormía de igual modo. Mi mujer, por el contrario, se movía con frecuencia. Por eso alargué la mano que se posó sobre el nido que en más ocasiones he visitado. Ella facilitó el acceso. Su mano también buscó mi contacto. Sentí sus dedos en mi cintura. Corrí en busca de su mano sin dejar de leer. Se la apreté. Ella me contestó de igual modo. Era la contraseña de complicidad de toda la vida. Dejé el libro y apagué la linterna. Giré hacia mi esposa y sin soltar su mano, busqué más intimidad. Sobre la palma de mi mano se abría la rosa fresca cuyos perfumes tan bien conocía. Se movió de nuevo, ahora para acercarse a mí. Sentí su aliento junto a mi boca. Nos besamos. Su mano se dirigió ávida hacia mis entrepiernas que encontró solícita y dispuesta. De nuevo hubo perturbación general en el ecosistema: los tres nos movimos. Katy seguía con la respiración profunda. Mi mujer, totalmente paralela a mi cuerpo, intentaba poner espacio entre ella y nuestra amiga. Una pierna de mi mujer saltó por encima de las mías, sus pechos se apoyaban en el mío. La abracé mejor: el brazo derecho bajo su nuca el otro corriendo escalas por su cuerpo. Por lo demás el ensamblaje se había realizado muy fácilmente. El cansancio, la carretera la excitación de las vacaciones habían facilitados los trámites y ninguna aduana había impedido la entrada del tren en el túnel. Para invitarla a compartir mi silencio solo susurré sobre su oído un "sss" corto que ella agradeció con un húmedo beso. Mi mano izquierda, inquieta, jugaba en los bien amados pliegues de su grupa. Fue ahí donde por el envés de la mano sentí otro calor, otra textura de piel, pero ni el momento ni las condiciones eran propicias para la preocupación ajena, así que no hice ningún aprecio y seguí derramando el amor hacia mi esposa. No obstante, la presión exterior no menguaba y la interior alcanzaba a gran aceleración el punto de la velocidad a partir del cual no es posible el retorno. El incendio llamaba a gritos asfixiados a bomberos próximos. Mi esposa suspiró fuerte y yo mismo fui incapaz da abortar el suspiro que nacía en mis pulmones. Entonces advertí que mi mano izquierda se encontraba aprisionada entre dos calores femeninos. La liberé de tan dulce cepo y el relax se apoderó de nosotros.
Apareció el sol. Cuando me desperté me encontraba solo. Asomé la cabeza y me saludó un estupendo olor a café recién hecho. Me puse un pantalón corte y disfruté del desayuno sobre la hierba.
El día lo consideramos de transición, un primer día de vacaciones durante el cual no hay que hacer nada ni visitar nada y así transcurrió sin nada relevante. Katy no habló de montar otra tienda, así pues se entendía que a la noche siguiente volveríamos a dormir los tres juntos.
Terminado el ceremonial de la cena, casi instintivamente. ¡Hay que ver qué pronto se cogen las rutinas!- emprendí mi paseo por el camping. Cuando regresé el escenario idéntico al del día anterior: luz encendida y silencio total. Abrí la cremallera de entrada. Las actrices se habían movido. Mi esposa ocupaba el lugar donde dormí la noche anterior, Katy el suyo y a mí me habían asignado el puesto central.
-- ¿Hoy me toca en el medio? - comenté sonriendo.
-- Esta noche duermes ahí, mañana ya veremos - contestó mi esposa-. Katy sólo sonrió y me miró.
Me quité la camisa, me tapé con el saco, busqué mi libro y me sumergí en la aventura. No pasó mucho tiempo hasta que mi esposa se moviera y sacara una pierna fuera de la cobija. Allí estaba toda expuesta sin ningún pudor. Katy miró hacia mí y hacia ella y sonrió, cerró el libro, deseó buenas noches y se dio la vuelta. Su culo quedó al descubierto a la altura de mis caderas. ¡Qué buen culo tenía Katy! Seguí leyendo un poco más. Me había llevado un libro de Umberto Eco que trataba del origen de los lenguajes. Me resultaba ameno aunque profundo, por lo cual su lectura invitaba al sueño. Apagué la luz. No osaba moverme pero me apetecía descansar sobre el lado derecho. Allí, justo allí se encontraban las posaderas desnudas de Katy. Mi esposa se movió y sentí su mano sobre mi costado, su calor sobre mi espalda.
Sin necesidad de moverme hacia la derecha casi rozaba el cuerpo de nuestra amiga. Sentía en mi nariz su perfume, nada estrambótico, pero diferente al de mi esposa. Katy se movió y nuestros cuerpos se rozaron y permanecieron en contacto. La mano de mi mujer descendió y liberó al demonio del pantalón que impedía el libre albedrío a esa voluntad tozuda. Lograda la libertad de expresión encontró campo en las nalgas de Katy. Mi mujer, en vez de ejercer la censura y devolver el tigre a la jaula, le dejó juguetear como si le divirtiera pescar con caña. Katy volvió a moverse, esta vez de manera intencionada. Su ángulo final quedo a la altura de mi reloj de sol. La mano de mi esposa condujo la aguja a la sombra. Me saludaron acogedores unos pelillos que no conocía y mi mano paseo por el vientre de Katy subiendo hacia los picos rectos de sus pechos. Mi mujer se pegó más a mí. Sobre mis nalgas se posaba el calor casero de su madreselva. Bajé con la mano en busca de la floresta desconocida y perdí mis dedos exploradores en la fuente del valle. Un pequeño ajuste de Katy permitió la doble entrada. La mano de mi mujer, guía de la aventura, era testigo de la toma de posesión. Ya, al descubierto, me incliné sobre Katy y entré a matar más decidido que un novillero el día de su alternativa. Oí el suspiro reprimido de Katy, mi mujer se pegaba a mí. Su mano había buscado la mía y ambas caminaban juntas, como siempre, por los ondulados prados del Edén. Abandoné la compañía y busqué con mi mano el bosque familiar, y con los dedos cavé en él hallando la tierra húmeda. De repente las tres vetas de agua liberaron sus caudales. Llovió sobre mojado.
A la mañana siguiente nos despertamos temprano. Levantamos el campamento. A las diez enfilábamos la carretera. Los tres cantamos juntos una canción.
Desde Perpiñán nos encaminamos hacia Aviñon, quizás llegáramos a Lijon, poco importaba la ruta, las vacaciones habían comenzado bien. Faltaba abandonar los bocadillos y disfrutar de algún festival de teatro. Aquella noche, calculé, le tocaría a Katy en el medio y yo quedaría a la izquierda. Así ellas disfrutarían y yo podría dormir.
Los cambios se fueron produciendo cada noche del mes. No echamos en falta al marido de Katy, que tampoco lo debía pasar mal. Nosotros aprendimos a jugar a las tres en raya.

lunes, junio 23, 2008

LA MUJER DE VERDE

De nuevo Paula Marta aprovecha los apuntes de Petronilo Marceliano Tardón y nos obsequia con este nuevo relato erótico. Disfrutenlo.




LA MUJER DE VERDE


Aunque deseaba quedarme a la reunión, no me pareció oportuno. Alegué excusas de cualquier tipo y me fui a dar un paseo. Descubrí vistas desacostumbradas de un paisaje mil veces trillado. El valle aparcelado, dejaba observar desde lo alto de cima la concavidad plana, inclinada hacia el arroyo de amplios meandros que se dejaba ver sólo por la abundancia de juncos en las orillas Algunos tractores cargaban cuadrillas de agricultores que volvían al pueblo a la hora oportuna de beber el vino en la taberna.
Cuando regresé, los niños jugaban entre ellos, y los mayores mantenían una animada conversación mezclada de café y licores.
Ella, un sencillo vestido verde, se sentaba en un canapé bajo que le hacía elevar las rodillas y mantener ese equilibrio difícil y juguetón de mostrar más o menos las piernas.
La señora, al rededor de los cuarenta, pelo negro largo y suelto, cutis cuidado, sonrisa fácil y alegre, dientes perfectos a no ser por un colmillo que sobresalía un poquito y animaba la cara, se sentaba frente a mí, o mejor, como llegué el último, me tocó sentarme frente a ella.
Por circunstancias nunca explicadas, la conversación se polarizó entre la desconocida dama y un servidor. Encontramos asuntos comunes de qué hablar, referencias, lugares y gentes que ambos conocíamos. Según aumentaba el grado de coincidencia, aumentaba el desparpajo de sus piernas. Iban y venían las rodillas en un no reposar, que a veces consistía en cruzar las piernas y otras en descruzarlas... Y la carne blanca aumentaba a mi vista.
El marido, haciendo honor a lo que había expresado poco antes, no prestaba a su esposa el mínimo caso, más interesado en mantener la atención de la anfitriona, sin observar si la conversación se generalizaba o se polarizaba en ese juego de pompas de jabón, tan característico en casos como este.
¡Las piernas! ¡Aquellas piernas desnudas que llegaban justo hasta la encrucijada golosa! Ella sentía cierto placer exhibicionista, un si es no es interesado. Se me ocurrió que podía ser un juego, un juego pactado entre su marido y ella: Llegar a una casa desconocida y provocar a los hombres en la charla, una manera de pasar o prepararse para una noche de sábado caliente en compañía de otra pareja. Por eso hablaban así. Podría ser un juego inventada por ella misma, para sí misma, par sentirse mirada. Pero no, esas historias no se viven por libre, se necesitan demasiados cómplices, se levantarían celos, quizás infundado y no era el caso. Podría resultar un tour de force entre ambos, cualquiera sabe. He conocido otros casos, icluso hay bibliografía Domine Cabra... y el Mirón.
La mujer de verde sigue hablando, mi amigo desaparece, desaparecen las otras dos mujeres y el marido de la mujer de verde. Desaparecen todos. No la escucho, solo tengo ojos y ella juega, sabe que la miro, recompone las piernas y mete la mano entre las rodillas, medio púdico medio provocativa, abre las piernas un poco, de nuevo cruza y descruza. Les pierdo a todos. Ella me habla de su pueblo, pueblo que yo conozco sólo de referencia, pero ahora opino de él como si hubiera vivido allí toda una vida. Todo, con tal de seguir mirándola... En ocasiones aparto los ojos para que no note mi fijación. Pero qué tontería ella también está en juego.
-- Tengo que ir a casa, porque como no me he puesto medias...
-- Cuando vaya por allí pregunta por nosotros. Hemos arreglado la casita de mis padres y nos ha quedado muy coqueta. Pasamos en el pueblo buena parte del verano, sobre todo el niño y yo. Para encontrarme sólo tienes que preguntar por la zapatera.
-- Me encantaría, hace mucho tiempo que no voy por allí. Contesto, pero me parece que la cita me la da para muy tarde. Antes, quiero verla antes, tocarla antes, aunque quizá tampoco siento un deseo exacerbado de tocarle, más bien me gusta este juego de enseñar y no enseñar, el juego de mirar...
La señora de verde sigue hablando sobre el oficio de su padre y a mi se me vienen las imágenes de "La Salamandra", aquella película, de Alain Turner en la chica, mientras prueba unos zapatos a una cliente le acaricia la pierna desde el talón hasta los muslos.
-- Pues un señor que firmaba sus crónicas con el seudónimo "Mirón" era de mi pueblo - continúa- NO sé si te acuerdas de la historia: el Mirón era un hombre que le gustaba mirar a las parejas haciendo el amor, y la virgen le castigó convirtiéndole en estatua de piedra, y allí en Soria está, a la orilla del Duero.
-- Junto al olmo seco.
-- No, presidiendo el arco de ballesta.
-- Cuando quieras nos vamos, que hemos quedado con esos amigos y tu dices que tienes que pasar por casa.
-- Todavía es temprano. Los chicos están disfrutando.
-- Esperad, que os quiero enseñar él ático, dice la anfitriona. El marido sigue perorando lo que harán esta noche. Llegaremos, estos amigos tendrán preparado una magnifica cena y aquí, y mi amigo comenzarán a saborear el buen vino. Después le darán al orujo de hierbas. Yo mientras tanto, hablaré con la señora de mi amigo.
-- Es verdad, comenta la señora de verde. Ya que el organismo pide beber a mí me gusta saborear buenos caldos. Me encantan los de la rivera del Duero, pero tampoco hago ascos a los riojas, el penedés.
-- Hay un blanco de Jumilla perfecto, comento, que, aún barato, poco tiene que envidiar a esos vinos verdejos de Zamora y Galicia.
-- De Galicia me gusta el aguardiente.
De nuevo la señora y este servidor han polarizado la conversación en un asunto común: la afición a las buenas libaciones, a ese placer clásico de una cierta pérdida de conciencia donde se adentra uno haciendo los honores a todos los dioses mediterráneos.
-- Yo prefiero el güisqui al aguardiente, pero tampoco me viene mal una chupito de orujo.
-- La de hierbas es muy digestiva, pero el güisqui tampoco está mal en la sobremesa, incluso antes de comer como aperitivo, como lo beben los americanos.
-- Yo lo prefiero después.
El juego de piernas sigue su camino. Me parece haber atisbado una tenue neblina cubriendo apenas el nubarrón certero de la noche inmensa que me figuro y me enciende. Ella lo advierte y no se recata. DE nuevo abre y cierra sus rodillas, sube y baja su vestido, coloca y descolo sus nalgas adivinadas a medias entrevistas en relámpagos.
mi amigo ofrece oro trago de güisqui que saca de una botella reservada en una caja de lata muy bien decorada. Hace expresa la prohibición del hielo. Mi amiga, - ¿es ya mi amiga o me utiliza? ambos nos divertimos eso ya es seguro- reclama para ella el trago que antes rechazo. Le escancia alegre y nosotros seguimos caminando por la ancha Castilla, los verdes prados, las iniestas colinas, las blancas nieves...
-- ¿Subimos a ver la buhardilla? Insiste la anfitriona.
La señora de verde se pone en pie y yo también. Ella aprovecha para sacar con la una del dedo de la mano derecha las bragas de la raja de su culo. Lo hace disimulando, pero mirándome y sonriendo. Es una mirada cómplice. En los ojos de la anfitriona observo un destello curioso: ella también advierte, no me había dado cuenta a hasta ahora, el juego que nos traemos su invitada y un servidor.
-- Subida vosotros, yo me quedo aquí hablando.
-- Si subid, ya también me quedo, reafirma y cumpli mi amigo.
Ellas van delante. Las buenas costumbres indican que para subir escaleras los hombres han de preceder a las señoras. No se cumple aquí. Delante la anfitriona, y yo sigo a la dama de verde.
En las paredes cromos impresionistas se escalonan al compás de la escalera, los dibujos difusos pregonan que ni el pescado es caro ni los niños se aburren en las playas. Pero es quizá esa mujer de blanco a quien el viento le ciñe un tanto el largo vestido, que se sujeta la pamema con la mano, la queme impresiona mas en este momento. No sé porque intuyo la mano de la mujer de verde que me antecede, sujetando un sombrero, esa misma mano que hace un momento empleaba para menesteres menos elegantes. No aparto los ojos de las atractivas redondeces que me preceden donde nota una mínima rugosidad marcando la intima prenda interior, con lo que aún enciende más mi curiosidad. Camina delante la anfitriona que de vez en cuando se para y explica el motivo de la decoración.
Ya en el piso de la buhardilla, miramos hacia tras un hermoso pañuelo de Manila que decora un lienzo de la pared. Yo un paso mas abajo, siento la mano de la mujer de verde se posa sobre mi hombro y aspiro su perfume que lo llena todo. La anfitriona explica el origen familiar del pañuelo, y la señora de verde sigue con su mano en mi hombro. Siento un roce leve de su cuerpo sobre mi espalda, ese roce casi imperceptible que llama tímidamente pero sin molestar, que no se puede entender si quiera como insinuación pero que tampoco se ha de restar importancia pero sin despreciarlo. Miro hacia a tras. Mi nariz queda a la altura de su cadera. Observo de reojo que la anfitriona también ha puesto una mano sobre el hombro de la mujer de verde. Componemos así los tres un paso en escalera. La más alta la anfitriona que explica y ambos visitantes que miramos.
-- Es un regalo de mi madre que lo heredo de la suya. Este pañuelo mantiene la historia de la familia.
Por fin ascendemos todos al recinto abuhardillado donde una de las paredes, forrada de libros, guarda la biblioteca de la casa.
-- A mí me interesa mucho la literatura de amor, comenta la anfitriona.
Se alinean varias decenas de novelas románticas, novelas melodramáticas, con finales felices, hoteles de lujo y playas del caribe.
-- Yo no leo mucho, pero los libros que me gustan son los que llegan enseguida a lo sustancial, comenta la mujer de verde.
En una mesa, muy cerca de la biblioteca, hay un tren a escala.
-- ¡qué bonito! ¿Funciona? Pregunta la mujer de verde acercándose.
-- Sí, sí. Es del niño o de su padre, que estas cosas nunca se sabe muy bien. ¿Ves? Acciona la palanquita de la electricidad y el tren comienza a dar vuelta por el circuito. Atraviesa ficticias montañas, cruza puentes sobre ríos de estaño, circula por valle prolongados, no respeta las estaciones, y como niños miramos entusiasmados el juguete.
La mujer de verde mostraba una sonrisa entusiasmada, y de repente comentó.
-- Tenemos que bajar, que aunque yo no tengo mucha prisa, mi marido si, porque hemos quedado a cenar esta noche con unos amigos y aún he de pasar por casa porque tengo que arreglarme.
-- Pero si estás guapísima.
-- Si pero tengo que ponerme medias, que me he venido sin ellas.
-- Si vais en casa de unos amigos, eso da lo mismo, comentó la anfitriona.
-- Ni hablar, he de ponerme las medias, que me ha regalado mi marido, no me perdona que vaya a cenar sin ellas.
-- Pero... ¿medias, medias?
-- Si, sí, son medias.
--¿ De las de liguero? - pregunté yo
-- Sí, sí, de las de liguero, como tu dices rió ella.
--¡ Qué barbaridad!
-- a mí me resultan un tanto incómodas, comentó la anfitriona.
-- Más que incomodas extrañas. Yo la primera vez que me las puse, tenía la sensación que iba desnuda por la calle, como ahora, sin nada.
-- Pero ahora si llevas bragas ¿no? Preguntó la anfitriona.
-- Pero muy finas, como si nada, toca, veras. La mujer de verde tomó la mano de la anfitriona y se la puso por la nalga corriéndola hacia la cadera, - a que no se notan.
La anfitriona no contestó enseguida sino que mantuvo la mano sobre la cadera abrazando a su invitada por la cintura y mirándola a los ojos. La mujer de verde tampoco dijo nada. Igualmente la miró. La anfitriona, con la mano derecha acarició a través de la apertura del vestido un pecho de la invitada.
-- El sujetador, también es muy suave.
-- A mí me gusta mucho la ropa interior suave, y fina, no me gusta sentirla...
La mano de la anfitriona permaneció entre los pliegues del vestido verde, mientras que la invitada acariciaba la cara de la mujer. El tren de juguete seguía dando vueltas al ciercuito, sin pitar, sin hacer ruido, sin hacerse notar. La anfitriona había bajado su mano desde la cintura hasta los botones del vestido verde que desabotonó entero. A mis ojos, un sujetador transparente también verde, y unas braguitas, verdes y transparentes que ocultaban lo que yo creía un espeso y pobladisimo bosque negro, adivinado a través de la escasisima y transparente yerba.
La anfitriona, acarició los senos de la mujer de verde y bajo con su lengua desde los pechos hasta la cintura, donde se entretuvo para seguir el descenso, lento hasta las rodillas. La Mujer de verde cayo en los amborios y el tren seguía dando vueltas. Mis nervios me impedían articular palabra o unirme al grupo, solo miraba... La mujer de verde me miró otra vez, pero no me invitaba, le apetecía que solo fuera espectador, a la anfitriona, la veía la espalda atareada como estaba en hurgar en aquel lugar que ella me impedía ver porque lo tapaba con su cabellera. Yo miraba, maridaba, miraba, y me acordaba de la estatua del mirón y mi ballesta tensaba el arco tanto como el Duero a su paso por Soria.
La mujer de verde, en uno de los momentos que pudo abrir los ojos, separa una de las manos que descansaba sobre el hombro de la anfitriona y me hizo una seña para que me acercar.
Tome su cara entre las manos y la bese en boca. La anfitriona sintió mi arco de triunfo sobre su nuca, lo mismo que yo sentí su nuca entre mis piernas. Sin olvidar a su invitada, liberó de la prisión mi estatuilla y comenzó a acariciarla. Ella misma desde abajo condujo la locomotora hasta el túnel. Era buena maquinista. Sólo hacía echar leña al fuego. El otro túnel también lo recorrimos los tres juntos. El tren eléctrico seguía dando vueltas.

domingo, junio 08, 2008

ACUERDO EN EL CLAUSTRO

"Recogí este cuento de un cuaderno escolar escrito con muy mala letra. La sensación que transmitía presumía que lo había redactado a vuela pluma y posiblemente durante alguna sesión de claustros escolares. Deduje de eso que tal vez Petronilo Marceliano Tardón se había dedicado en algunas ocasiones a la enseñanza. Como quiera que este mes de junio es propicio a los claustros en los centros escolares creo oportuno ilustrar a los pacientes lectores hasta que punto pueden ser interesantes este tipo de cónclaves"
Paula Marta Temprano




Las bragas de aquella compañera no eran ningún misterio, porque ella se había encargado de popularizarlas, pero siempre intrigaban. En cierta ocasión, durante un descanso en nuestro trabajo, ella había aprovechado para adquirir un lote en la mercería cercana y había expuesto la compra sobre la mesa, un poco en plan coqueta, un poco en plan ama de casa. Debajo de sus faldas, siempre largas, siempre amplias, se guardaba un buen torneado cuerpo imaginable cuando vestía pantalones, casi visible ahora, con la llegada del calor y las transparencias.
Nada de esto hubiera tenido la menor importancia de no haberse celebrado el claustro final de curso donde debía elegirse la nueva dirección del centro. Para el cargo de director había tantos aspirantes como claustrables y éstos divididos en tantos grupos como personas, polarizados, quizá por la inercia, en dos bandos absolutamente irreconciliables entre sí. Baladí hubiera resultado la anterior circunstancia si ella no se hubiera sentado a mi lado, o si ella no me hubiera comentado, al levantarse, que se le había roto la cremallera de la falda.
--Al ponerme de pie se me pueden ver las bragas, y menos mal que hoy las llevo.
--¡No me digas que hay días que no llevas bragas!
--Si hace mucho calor, no.

--Ahora cuando te levantes, voy a tirar de tu falda, porque por la temperatura que hace, hoy no las llevas.
--¡No seas tonto!
Se abrochó bien la prenda exterior y no nos mostró la interior a los cuarenta principales que nos revolvíamos en las sillas. Pero yo, disimuladamente, metí la mano de bajo de su falda, imitando a Sabina, y toqué agua. El gesto, rápido y cómplice, en el barullo de la media mañana, no pasó desapercibido para el compañero Molano, con quien ella, minutos antes, había mantenido una fuerte agarrada por un tema cuya importancia ahora se me escapa, aunque entonces lo considerábamos decisivo para nuestro quehacer común. Ella sólo amagó una protesta inteligible como un desafío.
Salimos en el receso a tomar un café cada uno por su parte. Por supuesto que ella y yo, dadas las relaciones grupales, sólo tomaríamos un aperitivo juntos, si a los peces les nacieran patas. Molano me acompañó a comprar un libro.
-- ¿Sabes lo que me ha dicho ahora mismo Senabre, el de Historia? Que por qué no le tiro los tejos a la de inglés.
-- ¡No estaría mal! -le contesté.
-- ¡Chico, es que yo no sé qué le he hecho, pero siempre se enfrenta a mí en los asuntos más nimios!
-- Ella es así. Además la utiliza el otro bando de portavoz.
-- Con todos los hombres se lleva bien, menos conmigo. Claro, como todos le decís lo guapa que es y le tocáis un poco el culo...
-- Ciertamente a ella le gusta. Además ahora tienes la oportunidad, su marido se marcha esta noche a Escocia.
-- Voy a ir por ella.
-- Mejor, cuando reanudemos el claustro, te pones a su lado. Yo me pongo al otro y le metemos manos los dos a la vez.
-- ¡No te atreves!
-- ¡Atrévete tu!
Pasados los veinte minutos de descanso, decidimos adecuar la praxis táctil a la farragosa dialéctica con la que los reunidos exponíamos o rebatíamos tesis sin mucho más orden ni concierto que el exigido por el propio intelecto de cada uno, y sin mayores consecuencias. Nosotros representábamos la nueva alternativa como grupo emergente en contra de quienes hasta el momento mantenían el poder relativo en el centro. Para dirimir la batalla, el sentido del tacto, junto con esta previa planificación, jugaría un papel fundamental en la definitiva segunda parte que comenzaba.
Ocupados los asientos, aún en los minutos iniciales de murmullo, ya se habían levantado varias manos pidiendo la palabra a la presidencia. Uno de los aspirantes a oradores, insistía con aspavientos exagerados, imposibles de no advertir:
-- ¡Cuestión de orden! ¡Cuestión de orden! -gritaba.
-- A ver, Balas, ¿qué quieres?... -concedió el director en funciones que ejercía de presidente.
--¡Esto no se puede consentir! Que alguien me razone convenientemente por qué motivo Molano ha cambiado de lugar y ahora se sienta frente a mí. Yo no quiero ser malintencionado, sin embargo me temo que su cambio sea sólo una táctica para distraerme durante mis intervenciones y de esta manera ganar votos. Pido que regrese a su sitio, y que conste en acta mi intervención y vuelva cada cual a ocupar el lugar que le corresponda sin intimidar a nadie.
-- ¿Eso tiene que constar en acta? Preguntó desesperado el secretario, harto de rellenar papeles de notas ilegibles e incongruentes que posteriormente habría de registrar en el libro manuscrito debidamente sellado y numerado.
-- ¡Protesto! -apuntó el compañero Senabre-. ¿Quién ha dado la palabra al secretario? ¿Es que aquí cada cual intervine cuando le viene en ganas? Además la intervención del Señor Balas no es una cuestión de orden sino un artificio que forma parte de su estrategia perfectamente estudiada para prolongar el claustro y de esta manera, por cansancio y aburrimiento, métodos a los que nos tiene acostumbrados, no alcanzar los objetivos que hoy nos reúne aquí que no son otros que los de hacer que dimita la actual dirección por ineficaz y barullera y se haga cargo de la marcha de nuestro querido centro un equipo de personas competentes y serias que nos saquen del caos.
Senabre, el de historia, representaba lo más granado en lo que a la legalidad se refiere. No recuerdo ningún claustro en que no haya hecho alguna mención al acta y no haya amenazado con impugnar todos los acuerdos por no ajustarse a lo que él había creído entender. Eso era su parte negativa. En el campo positivo, observaba con ojo avizor todos los movimientos y nada de lo que sucedía en las reuniones o fuera de ellas se le escapaba. Con frecuencia, sus observaciones eran certeras en cuanto a tales, pero a la hora de traducirlas en propuestas y concreciones la cosa cambiaba bastante.
A pesar de la protesta del Balas contra Molano, la de inglés permanecía flanqueada por Molano y por mí. Apenas sentada, corrió el culo al borde de la silla en equilibrio sobre las dos patas traseras, se descalzó, colocó su pie derecho sobre su rodilla izquierda abriendo un amplio horizonte invisible para todos por la profundidad de la mesa. Yo también me quité una alpargata y, con los dedos del pie, llegué desde su rodilla hasta donde el muslo aumenta de temperatura y gana en suavidad. Una mínima mirada de reojo fue la respuesta. Se inclinó para escribir una nota sobre un papel que me pasó muy dobladito: "¡Pies suaves!" Repetí la operación y no contestó.
Entonces, inclinado sobre la mesa, con la derecha dibujando redondeces en un papel blanco, lancé mi izquierda hacia una aventura, no por cercana menos arriesgada que la conquista de las nieves del Kilamanjaro. Toqué redondeces de una carne que no veía pero sentía blanca y calurosa. Llegué hasta donde las buenas maneras permiten decir. Alcancé vello y entendí los comentarios anteriores. Hoy hacía mucho calor. Ella había descruzado las piernas y enrojecía, ya bien sentada, mientras garabateaba sobre un papel quién sabe qué pensamientos envueltos en rayas armoniosamente onduladas en forma de frondosos árboles y risueños pajaritos.
Molano debía hacer lo mismo por otro lado. Tampoco hablaba. La de inglés mantenía las piernas abiertas. En estos momentos me tocaba hablar para felicitar al jefe de estudios por lo bien que había actuado como conserje. Esta historia, banal como pocas, nos había enfrentado durante todo el curso. En ese mismo instante rodeé la puerta de una gruta húmeda y oferente. Entré con un dedo: el otro que estaba dentro debía ser de Molano. Yo levantaba la mano derecha para reprender al Balas, mientras con la izquierda andaba en compañía por un terreno selvático desconocido para mí, abierto y acogedor como un valle de montaña. No sé qué la excitó más si ambas manos en sus remos o mis palabras de crítica. La de inglés levantó la mano y a mí me entró un escalofrío. Seguidamente Molano pidió hablar. El director avisó de la existencia de cinco turnos delante. Las manos de la vecina abandonaron la mesa y una se posó sobre mi pierna. Llegó hasta la pretina y bajó la cremallera de mis pantalones vaqueros. Tropezó con más ropa pero no se arredró. La facilité la labor abriendo las piernas y sacando el culo. Yo, seguía utilizando mi mano izquierda habitual en menenesteres diplomáticos. Ella se apoderó de mi segundo yo con quien comenzó un diálogo a través de un balanceo suave y experimentado. A Molano debía sucederle lo mismo. Cuando le llegó el turno de hablar a ella, cedió la palabra al siguiente. Molano destrozó a la dirección y se ensañó con el director hasta la saciedad. Según aumentaban sus críticas, la de inglés aumentaba la presión que, para mí, resultaba insostenible. Ella cerraba y abría las piernas. Yo sentía los dedos de Molano cerca de los míos transitando sin tregua por la amplia boca de labios tibios. Yo, apunto de estallar, comprobé la presión de aquellos muslos cerrándose espasmódicos sobre mi mano. A Molano, en el uso de la palabra, se le quebraba la voz. Entonces ella saltó:
-- ¿Puedo hablar?
--¡Habla!, -dijo el director, convencido de que ella apoyaría las tesis del Balas, el jefe de estudios que mejor ha ejercido de conserje en mis años de enseñante.
Molano y yo la miramos asombrados. Ella no soltaba nuestras presas y yo no aguantaba más.
-- Mirad, tengo en las manos dos buenas razones para estar de acuerdo con Molano y éste, de modos que les propongo para que formen el próximo equipo directivo, yo me ofrezco como secretaria.
Así fue como ganamos aquella asamblea y supimos lo que significa ahorrar en tenues prendas interiores los calurosos días de final de curso.

jueves, mayo 22, 2008

AJO BLANCO Y SALSA DE TOMATE

Rescaté este cuento de las desordenadas libretas que Petronilo Marcelinao Tardón almacenaba en una caja de zapatos. me pareció interesnte la alianza entre la cocina y el erotismo, aunque nunca han estado reñidos la mezcla del placer de los sentidos. Quizá falte una melodía sonando en el ambiente, pero puede solucionarlo la bailarina. Paula Marta Temprano.
Me había llamado Marisol de manera muy urgente. Marisol, amiga desde hacía muchos años, atravesaba un momento delicado en su vida: terminaba de separarse de su marido y los hijos, ya mayores, abusaban de su bolsillo. Además, según me contó por teléfono, querían darle lecciones de moralidad. La encontré muy abatida e inmediatamente corrí a su lado. Serían las dos de la tarde cuando llegué a su casa. No se había quitado la bata, aunque parecía recién salida del baño. El pelo aún lo llevaba mojado.
Después de los saludos correspondientes y un abrazo prolongado, donde se desahogó llorando, fui capaz de hacer que recompusiera su ánimo.
-- Te invitaría a comer fuera, pero posiblemente se nos haga tarde, ¿tienes algo en la nevera? Yo mismo lo preparo -me ofrecí servicial.
-- No sé si hay. Mira tú mismo -me contestó desde las profundidades de su depresión, como si todo le diera igual, que así era.
Ella se quedó en el salón y yo entré en la cocina. Miré. Había patatas, arroz y bacalao. También había tomate frito. En la nevera vi fruta y algunas verduras. Encontré unas botellas de vino en el bajo de una especie de armario que ejercía de despensa y botellero. La bodega, no muy extensa, resultaba atractiva. Escogí una botella polvorienta, sin etiqueta y cerrada a mano. Tenía el aspecto de cenicienta en el palacio, como si alguien la hubiera abandonado a su desgraciada suerte, sin darle ni nombre ni apellidos. A mí me gustó por eso. En el cajón de los cubiertos descubrí el sacacorchos. Abrí la botella. Olí el corcho. El aroma a viejo inundó mis sentidos. Vertí medio vaso para recoger los posos. Lo miré al trasluz. Los tornasoles de un tinto maduro y conservado me hablaron de delicados matices en la lengua. Probé un mínimo trago que extendí por mi paladar. La nariz volvió a cantar. ¡Gloria bendita! En el salón permanecía mi amiga Marisol arrebujada sobre el sofá, frente al televisor apagado como si ofreciera el mejor de los espectáculos del mundo. De la vitrina extraje dos copas. Las coloqué sobre la mesa ante mi amiga y dije:
-- "El vino es el único antídoto que conozco para precavernos de esta letal amargura que vida va filtrando en nuestro corazón. No te amedrenten las pardas nubes que veas alzarse en tu horizonte, mientras tengas al alcance de tu mano la copa rebosante."
-- No pintas un panorama muy halagüeño, pero suena bien esas palabras.
-- Son de un persa de la Edad Media que debía conocer los sinsabores y como vencerlos. Ahí dejo la copa al alcance de tu mano mientras me encierro en la cocina. Hoy vas a conocer los placeres de la buena mesa...
-- No tengo hambre ni ganas de comer...
-- Tú espera un poco.
Regresé a la cocina y volví a mirar. Había también aceite de oliva, algunos ajos y distintas especies. En cuanto al pan lo había duro exclusivamente. No abundaba donde escoger, pero decidí rápido con qué podría levantar el ánimo de mi abatida Marisol. En primer lugar, salí otra vez a saludarla. Seguía allí encogida sobre el sofá. No había tocado el vino, mi copa en cambio había bajado sustancialmente. Me serví de manera generosa. Cogí su copa y se la puse en la mano. Me senté casi en su regazo. La incorporé un poco, le acaricié la nuca y le hice probar el vino.
-- Brindemos. Lo demás poco importan.
-- Me voy a emborrachar.
-- Tampoco es para tanto, pero unos cuantos vasos de vino te levantarán el ánimo -la bese en la cara, cariñosamente- ." A pesar de todo, tendrás amor, tendrás amigo"- le recité.- Ahora vuelvo a la cocina.
Me escancié otra vez y me levanté. En un cacharro puse pan duro con agua. En otro puse a cocer dos huevos. El bacalao lo metí también en un plato con agua. No serviría de mucho, pero parte de la sal se le iría mientras preparaba los otros ingredientes. Pelé algunas patatas y las rebané. Mientras trajinaba en la cocina, me venía a la imaginación los castigos del bardo compañero del Capitán Trueno, que por cantar le arrestaban siempre a este oficio tan poco lustroso y él, para ennoblecerlo con la poesía recitaba aquello de "qué lata, siempre pelando patatas con cuchillo de lata"... Puse en una sartén aceite a calentar y, mientras, batí un huevo en un bol. Rebocé las patatas y las freí. Hice lo mismo con el bacalao después de cambiarlo unas cuantas veces de agua para quitarle, en lo posible, la sal. Lo puse todo en una cazuela y doré en el aceite sobrante unos gramos de harina, para espesar la salsa. Se la puse por encima a las patatas y al bacalao. Maché en el mortero un ajo y unos clavillos y también lo añadí. Procuré cargar la mano en las especies. Siempre suelen calentar los ánimos. Añadí agua y lo puse a fuego lento. Tenía para media hora...
Salí de nuevo saludar a Marisol. Seguía triste pero había consumido el vino. Me senté otra vez junto a ella y le increpé.
--¿¡Pero quieres ponerte de pie de una vez y dejar de compadecerte!? ¿Te crees que porque te tengas tanta compasión a ti misma te van a solucionar algo?
-- No. Pero se está tan a gusto, así pequeñina, como si fuera una niña enfurruñada...
-- Vamos, apura la copa y a beber y beber y cantar como dice la canción ya veras como espantas tus males...
Pero Marisol no levantaba cabeza. Verdaderamente se encontraba hundida en la más profunda de las depresiones ocasionales. Volví hacia la cocina porque tengo sabido que una buena comida alegra el espíritu.
El guiso comenzaba a tomar en olor. Pensé en hace una especie de gazpacho o algo para refrescar y completar la marmita, pero no había muchas viandas en la despensa, así pues me conformé con el plato que había preparado. Lo probé. De sal estaba un poco cargado, pero no importaba mucho, porque ello ayudaría a beber.
Las patatas habían alcanzado el punto de cocción perfecto y los filetes de bacalao, también. Entraba el tenedor perfectamente. Apagué el fuego y aparte la perola. Serví buena parte de aquel cocido en dos platos hondos para que se enfriara un poco.
-- ¿Tienes por aquí un mantel? -pregunté a Marisol
-- En el aparador -me contestó desde su letargo.
Lo busqué y lo extendí sobre la mesa baja frente a la que ella se encontraba. Destapé otra botella de vino. Serví la mesa y me senté frente a ella, en el suelo, sobre un cojín. Por fin se incorporó. Mostraba los ojos tiernos de haber llorado pero estaba guapa, muy guapa. Se mostraba tierna y desprotegida, necesitada de afecto. Entre la bata, sujeta a la cintura por sólo el cinturón, dejó ver sus hermosos muslos.
No esperé a los postres, entre otras cosas porque nada había preparado para abordar la conversación sustanciosa.
-- ¿Pero qué te ha pasado realmente? Cuenta y desahógate.
-- Vengo ayer, y ya sabes como ando con mi marido, y me lo encuentro en casa duchándose con una tía. Eso, según estaban las cosas no es que me importara mucho, lo malo fue que encima me monta una escena pidiéndome perdón diciendo que nos quería a las dos y que hoy quería llevarse a los niños porque yo no les atendía. Y llegan los niños, y me montan la misma escena, así que me siento cornuda y apaleada...
-- Tampoco es para tanto. Las desavenencias ya estaban cantadas y lo de los niños no era más que una venganza por las peleas de los padres... Tú lo que tienes que hacer es seguir escribiendo que lo haces muy bien.
-- No tengo ánimos ni para ponerme.
-- Cuenta aunque sea tu propia experiencia.
-- Si, ya, la novela del siglo...
-- Un tanto así.
Las patatas con bacalao, comida pobre, habían salido muy bien.
-- Está rico este guisote -dijo, con la cara un poco más sonriente.
-- Menos mal que te oigo decir algo positivo.
-- Que a ti se te da bien la cocina, no es que yo vea nada positivo.
-- Bueno, sólo cuando guiso con esmero para amigas desesperadas. Bebe vino, anda. Llené de nuevo su vaso y volvió a probar otro trago.
Marisol perdía rigidez a medida que progresaba la comida. Su semblante, tan sombrío, cobraba otro aspecto más alegre más risueño, más como ella era. Marisol, cuando yo la conocí, dirigía una revista de historia. No escribía mucho, pero coordinaba bien los trabajos de otros investigadores. Era una mujer alegre y muy metida en su trabajo. Ella y su marido, ejecutivo de una empresa de fotocomposición, se conocía desde niños. Se habían casado apenas terminadas sus carreras de historiadora y economista y siempre habían sido un matrimonio bastante abierto. Los dos chicos habían venido. Ella, por tradición familiar, se había metido en política y ahora, ambos ocupaban puestos de dirección en la administración y en el partido. Rondaban la edad incierta de los treinta y tantos y los problemas de convivencia que nunca habían aparecido afloraban, no tanto por celos como por identidad personal. Marisol, reivindicaba en ocasiones la suerte de las amas de casa.
-- Hombre, aunque te parezca mentira y me veas con la moral tan baja, todavía no tengo ganas de morirme.
-- Eso está, bien. ¡Que se mueran ellos!
-- Tampoco, que vivamos todos pero que nos dejen vivir y no nos digan lo que tenemos que hacer.
--¡Pues así sea! -concluí yo.
Se hizo un silencio aprovechable para avanzar en el plato de comida. Las especies y el granín de sal excesivo potenciaban la necesidad del vino. Los vasos volvieron a llenarse y a quedar de nuevo en ese punto medio de ni llenos ni vacíos.
-- ¿Qué te parece si esta tarde vamos al cine?
-- ¡Olvídate, yo no me muevo de casa, no tengo ánimos!
-- Vaya, volvemos a empezar...
-- No, si no es eso. Pero me encuentro muy bien en casa, no tengo ganas de salir.
-- Como tú quieras, por eso no discutiremos. ¿Qué andas haciendo ahora?
-- Con los líos no estoy muy trabajadora. Tengo por ahí unos cuentos empezados que sabe dios cuando los terminaré o si los terminaré algún día.
-- Me los tienes que dejar...
-- Cuando los termine. ¿Te apetece un café? -ofreció Marisol
-- ¡Encantado! Y una copa.
-- Tengo algo de güisqui, ya sabes que soy poco bebedora.
Marisol se levantó por fin. Bajo su bata dejó al descubierto la sonrosada carne de los muslos y la sombra oscura del "concovulus floridus". No dije nada y también me levanté del suelo. La acompañé a la cocina. Mi imaginación comenzó a desatarse. Según el estado de ánimo de mi amiga, aunque mejoraba, de un momento a otro podía romper a llorar. Un llanto de mujer, siempre es embarazoso, pero cuando se trata de una amiga que cuenta sus problemas con terceras personas, puede conducir a situaciones curiosas. Pero también pensaba en los lucidos muslos y en la oscura golondrina que había entrevisto. La comida y una copa podían desatar tormentas, si el cielo seguía dejando al descubierto las estrellas.
Marisol trajo hielo en un plato junto con dos vasos largos. Yo llevé la botella de güisqui en la que quedaban apenas tres copas. Suficiente, de todas maneras. De nuevo ocupó el sofá para tumbarse. Yo me senté frente a ella, ahora en un sillón.
Para animarla, yo le empecé a contar una historia picante que me había sucedido en una ocasión en una reunión de amigos en la que quedamos todos en pelotas. Ella se rió de nuevo, lo cual me alegró.
-- Eso parece poco socialista -me comentó.
-- Lo que sucede es que tú mantienes la moral burguesa -le contesté-. ¿Si es divertido, por qué va a ser poco socialista?
-- Tal vez sea como tú dices -concedió sin más discusión-, pero a mí me lo censurarían mi marido y mis hijos.
Marisol, tumbada sobre el sofá, abría y cerraba las piernas de forma casi automática, casi como un tic nervioso, pero cada vez dejaba ver más sus carnes. A mí me resultaba difícil apartar los ojos de allí. Comenté sin querer
-- A saber lo que hace tu marido, ¿no dices que le pillaste duchándose con otra señora?
-- Eso es cierto
-- ¿Tú no te has acostado con otro nadie que no sea tu marido?
-- ¿Por qué me preguntas eso?
-- Ciertamente es una cuestión indiscreta, pero, según están las cosas, no estaría nada mal... Una buena juerga te relajaría las tensiones.
--Quizás lleves razón. Una buena juerga puede que me viniera bien. ¿Pero con quien?
El movimiento de piernas de Marisol, recostada como la Cleopatra, centraba toda mi atención que distraía exclusivamente con el trago de alcohol que vez ve en cundo sorbía de mi vaso.
-- Con cualquiera, conmigo mismo que para eso están los amigos.
-- ¿Te atreverías a meterte en una orgía conmigo y con tu mujer?
-- Y contigo sola dije levantándome.
Me acerqué a ella, y sin avisarle la besé en la boca. No existió resistencia y sus labios se abrieron. Mi mano entró directa debajo de la bata y encontró la noche clara y el caminito andador. Las copas quedaron pendientes sobre el cristal de la mesa. Pocos minutos después yo también estaba desnudo. Rodamos por el suelo, en la alfombra. La situación se convulsionó de tal manera que mi cabeza quedó entre sus piernas y la suya entre las mías. Aquella comida no estaba mal: al pesado con patatas, por lo que comenzó todo, se le añadía ahora un conejo bastante fresco. Seguimos jugando y Marisol se animaba. Fue entonces cuando soltó aquella barbaridad que a mí me hizo gracia. --¿Lo que me vas a dar ahora es el ajo blanco que me prometiste antes?
-- Sigue y prueba, a mí me gusta este conejo. Acaso le haga falta algo de salsa de tomate, pero me conformo con que sea así, al ajillo. Cuando hubo probado el gazpacho, quiso montar a caballo. Yo sobre la alfombra mirando al cielo, supe aquella tarde y alguna que otra más, las buenas cualidades de amazona de mi amiga Marisol.

sábado, mayo 10, 2008

REUNIÓN DEL EQUIPO DIRECTIVO

Está desmostrado que la eficacia de cualquier equipo directivo es proporcional al entendimiento humano entre sus miebros. He aquí un ejemplo claro de esta evidencia.



Todo es simple como el juego de los niños, pero las reglas son imprescindibles. Siempre ponemos reglas para romperlas. Las reglas se ponen solo porque se sabe que hay alguien que no la vas a cumplir. Si todos estuviéramos de acuerdo en que las reglas no inflingirían, a nadie se le ocurriría formularlas. En esto tampoco hay reglas. La única regla que hay, el chiste fácil, es sangrienta. Yo no soy drácula. Ella no es vampiresa. Por eso en el pasillo, a la vuelta de una esquina, meto la mano por debajo de la falda. Ambos nos dirigimos hacia el despacho de dirección. Cierro la puerta con el pie. La abrazo. Los labios se funden. Hoy he comprado, una novela de amor de esas de trescientas pesetas. La libido se me ha subido. Deseo tocarle el culo, se lo digo, me ha soltado una grosería. Le he contestado con otra y le he dado un azote. Ella ha respondido, con un " ¡sonso!",- palabra talismática ésta - me remueve toda la sensualidad soñada del caribe. Veo el anuncio de los limones cuando la oigo. Se ha puesto de moda en mi trabajo. Habrá razones para ello. La he dado en el culo, y me ha dicho "sonso". La he hecho cosquilla y se me ha vuelto. Película del oeste donde la heroína mira al bueno, en vez de estampar el beso, he vuelto a las cosquillas. Quería decirle algo importante del trabajo. "tienes un culo prometedor" he pensado, hoy te lo toco a discreción, pero has de esperar, hemos de resolver tres problemas. Uno de clientela, otro de personal y el tercero, el más sencillo pero el que más te preocupa a ti, de administración. Yo tengo en la mente un cuarto problema. Será la cuadratura del circulo, para eso tu eres la directora, a mi me toca imaginar, y a ti calcular. Hemos repartido así los papeles. Yo te imagino cada día, cada momento que te tengo cerca. Ahora en el pasillo te he tomado por la cintura, te he girado. En esta ocasión has ocultado los labios pero te has dejado abrazar. Te he presionado en la cintura y has levantado los ojos. Ahora sí te he besado. Te he llevado hasta el despacho de dirección, he cerrado la puerta con el pie, te he abrazado fuerte y te he besado. Te inclino sobre la mesa y te subo la falda. Te dejas hacer. Te he tocado un poco por arriba y bajo inmediatamente al pilón. Te bajo las bragas y pongo mis labios sobre tu coño. Coño negro., Coño peludo, coño, sabroso, un coño al que tenía ganas. Alterno tu boca con mi boca. No gritas, sólo suspiras. Llaman a la puerta. Esperaba esta llamada. Quito el pie. Entra Lola. Nos ve como estamos. Tú y yo habíamos acordado pervertirla. Es la ocasión. Lola hace un intento de retirada, un intento suave. No puede apartar los ojos de tu postura: las bragas en los talones y la falda cubriendo todo tu cuerpo. Estás sentada, arrebolada, yo de pie, también convulsionado. Mi pantalón, aun intacto, muestra el efecto de tu afecto. Lola intenta decir algo, pero no se atreve. Las evidencias son muchas. Yo la abrazo por el cuello, y la acerco. Ella pone cierta residencia aunque cede. Tú estás muy cerca. Beso tus labios y los de ella al mismo tiempo. Te doy el relevo como en una carrera. Tú parece que lo tomas con energías. Corres un primer esplín. Os miro cautivado: es el beso que no cesa. Vuelvo a meter, mi mano bajo tu falda. Tú separas las piernas sin dejar de acariciar la cara de Lola. Lola, contra todo pronostico, ha cerrado los ojos y avanza su mano hacia tu pelo, hacia tu brazo, aún no se define. Parece que cuenta los dedos en el aire. Son unos dedos menudos, suaves. Lleva las uñas pintadas. Lola siempre lleva las unas pintadas. Son unas para arañar o presumir o tal vez par ocultar que también sirven para acariciar. Esta vez las muestra para lo que son: como algo con qué jugar. Algo que se ha parado ahí sorprendido. Esta mano que camina hacia tu seno, y ahora lo sé, erguido y suave, estas uñas en las que tú no reparas porque te ocupas de los labios de Lola, te ocupas del cuello de Lola, del pelo corto de Lola, -tú no ves las uñas pintadas suspendidas en el aire esa milésima de segundo- el tiempo suficiente para que las uñas alcancen toda su dimensión evocadora llenas de timidez y audacia, repletas de deseo y ávidas de aventuras. Yo os miro desde cerca, como espectador, ¿soy expectante o estoy expectante? en todo caso sorprendido. Es la fotografía del momento: un primer plano de la mano que se paraliza en una duda entre la caricia y el desgarro. Brillan las uñas sobre las blancas camisas con puntillas que palpitan y labios que se juntan. Deslizo suavemente mi mano por tus piernas al compás que las uñas se extienden para llegar hasta tu hombro y rodear tu cuello. Mi otra mano, se posa sobre la cintura de Lola. Es la cintura del pantalón y su carne erguida en ese erizarse suave de las primeras caricias. Comparo tu suavidad, ya en marcha, con el primer contacto de la piel de Lola. Son distintas pieles y una misma sensación. Sujeto la puerta con el talón de mi pie. No quiero más gente en el despacho. El equipo directivo ahora está reunido y ha tomado una importantísima decisión. No hay palabras altas. Hablan los dedos. Pienso en la competencia. Qué darían si nos sorprendieran: algunos dudarían entre ir por vosotras o por mí. Quizá alguna y alguno fuera a por todas. Pienso, sin desearlo, en la estupidez de las peleas, en la cortedad de miras que nos caracteriza.

martes, abril 29, 2008

BUENA VISTA



Como ya iniqué en anteriores publicaciones, éste es otro de los relatos, entre eróticos y poéticos, que Petronilo Marceliano Tardón amontonaba sin orden ni concierto en las libretas viejas y arrugadas. Yo me he limitado a poner algunos puntos y comas.
PAULA MARTA TEMPRANO




Como cada año acudí a una óptica para renovar los cristales de mis gafas. Entré en una tienda nueva y pequeña que me ofrecía la confianza de pertenecer a una gran cadena. En la tienda solamente estaba Ángeles. Supe su nombre porque así rezaba en un diploma expedido por la Universidad Complutense como muestra de que había realizado un curso de optimetría y contactología. La llamé Ángeles y ella respondió.
-Deseo unas gafas nuevas, aquí traigo la receta.
-La receta está bien, pero a mí me gusta medir las dioptrías de los clientes, porque las medidas de los oculistas no coinciden con las de los ópticos.
Me colocó unos aparatos delante de los ojos y comenzó sus comprobaciones.
-Está bien graduado.
-¡Menos mal!
-Ahora míreme a los ojos -dijo mientras me colocaba una montura con unos cristales especiales.
La bata blanca transparentaba su ropa interior.
-Es muy agradable mirarte a los ojos, los tienes muy bonitos.
Ella rió.
-También tengo que mirarte a los labios, soy incapaz de no mirarte a los labios.
-¡No, no! Debe mirarme a los ojos. ¿Cómo me ve?
-Muy bien, tienes una cintura perfecta.
-- Es que bailo cuando salgo de aquí.
-- Ya se nota, tus muslos son redondos y carnosos, firmes como columnas.
-- Hago mucha gimnasia.
-- ¡Que bien te veo los pechos! ¿Cómo haces para mantenerlos tan firmes?
-- Me ducho cada día con agua helada, para endurecerlos.
-- Con estas gafas que me has puesto, que parecen traspasar las ropas, veo hasta la melenita de ahí abajo. La tienes muy arreglada.
-- Voy a la peluquería cada semana. Tengo dibujado un corazón.
-- Además el pelo de tu coño es muy negro...
-- Me lo cuido y lo perfumo cuidadosamente.
-- Noto crecer tus pezones.
-- Yo noto como crece tu ánimo.
-- Oigo la sonrisa entera de tu cuerpo.
-- Y yo la alegría y el ritmo del tuyo.
-- Quiero tus manos sobre mi nuca.
-- Y yo las tuyas sobre mi cintura.
-- Escucho tu aliento en mi oído.
-- Acaricia mi boca con tus labios.
-- Hunde tu mano en mi pecho.
-- Suelta el botón de mi bata.
-- Oigo el latido de tu sangre entre mis dedos.
-- Bebo del lóbulo de tus orejas.
-- El cántaro de miel se derrama en mi mano.
-- El vello de tu espalda cosquillea la palma de la mía.
-- La suavidad de tu piel eriza mis cabellos.
-- El olor de tu axila excita mis sentidos.
-- Las caricias de tus yemas alagan mi hombría.
-- ¡Bésame, Bésame fuerte a hora mismo!
-- Bebamos juntos este vaso de vino dulce. Quiero comer tu manzana y beber en tu fuente.
-- Ábreme la bata y piérdete entre mis montañas.
-- Tus pechos saben a cerezas del Valle del Jerte.
-- Tu pecho es como el roble rotundo de la sierra.
-- Tu piel es como el musgo suave del otoño.
-- Tus hombros se arquean como las montañas en erupción.
-- Tu cintura se mueve al ritmo suave de un bolero.
-- Desciende por mi piel hasta el infinito.
-- Busco en el río de tu espalda y llego hasta la presa de tus bragas.
-- Quítame la bata.
-- Quítame la camisa.
-- Libera mis pechos que quieren ir junto al tuyo.
-- Siempre tuve dificultades con este broche.
-- Ahora.
-- Tus pezones se clavan en mis pezones. Deja que los abrase con mis labios.
-- Tu cintura tiembla con mis caricias. Siento tus pantalones sobre mis muslos.
-- Desabrocha el cinturón y deja que caigan los impedimentos.
-- ¡Bésame, bésame en los hombros! ¡ Muérdeme, muérdeme las orejas!
-- Tus pendientes, perlas, saben frescos sobre mi lengua.
-- Tu barba dura acaricia mi cuello, tus manos fuertes acarician mis caderas. ¡Atiende a mis palomas!
-- Tus palomas se acurrucan en mi bosque, pican mi trigo. Mi escorpión se despierta.
-- No es un escorpión, sino fuente de exquisita ambrosía, esencia de flores silvestres. Tu olor es a tomillo y jara seca.
-- Voy a perderme en la selva húmeda de tus caderas hacia la cueva útil de la vida.
-- Camina primero por los alrededores, perfuma con tu aliento mis rodillas.
-- Suaves como la seda, fuertes como columnas de nácar.
-- Despójame de tapujos. Deja libre mi libertad.
-- Sube a la mesa y ayúdame en el empeño.
-- No sueltes mis manos. Mis manos no pueden desprenderse de tu espalda.
-- Mi lengua desciende por las pendientes divinas en busca del arroyo claro.
-- Sube al monte, baja al llano, enreda en la floresta hasta encontrar la fontana de jade.
-- Tus manos sobre mi cabeza, tus dedos cardan mi pelo...
-- Tus manos sobre mis nalgas: enarco mi cintura para ofrecerte mi cuenco.
-- Descansa tus pies sobre mis hombros, saboreo tus licores, veo tu emblema, huelo tus perfumes, palpo con mi lengua como se abre el libro de las delicias, en las yemas de mis dedos despiertan aún más tus pezones.
-- No hables, amor, no hables, que tu lengua no malgaste el tiempo. Sube a la mesa, descansa en mi pecho tu árbol que mis palomas quieren anidar en él.
-- Que tus pichones engoren mis huevos hasta que fluya la alegría de la vida.
-- Ahora calla. Mi boca se ocupa de tu simiente y tu boca sacia la sed en mi pozo. Que tus manos descansen en mis muslos y las mías en los tuyos. Así unidos conoceremos nuestros secretos.
-- Quiero volver a tus labios. Juntar nuestras bocas. Jugar un cuerpo a cuerpo hasta alcanzar la victoria final.
-- Corre, amor, mi lengua anhela tu lengua.
-- Entro en ti a golpe de tambor. La paz se consigue abrazados.
-- Boca con boca, pecho con pecho, espoleemos el corcel del deseo.
-- Cabalgo por el mejor de los caminos.
-- No tengas prisa, amor, el sol brilla alto y no es él quien ciega mis ojos.
-- Saltemos todas las vallas. Los caballos galopan al unísono. ¿Oyes los cascos en tu pecho?
-- Quiero saltar el último obstáculo, no aguanto más la angustia de la llegada.
-- Bebamos juntos el trago del dulce vino.
-- Derrama en mi tu botella, llena mi copa hasta que rebose.
-- Brindemos ahora, apuremos la copa.
-- ¡Qué borrachera!
-- ¡Qué embriaguez!
-- Descansemos nuestros sudores, gocemos del reposo.
-- Mañana brindaremos de nuevo.
-- Mañana andaremos nuevos caminos.

viernes, abril 18, 2008

EN LA CARRETERA

Esta aventura la encontré en un cuaderno de viajes de los que suele llevar Petronilo Marceliano Tardón en el bolsillo. No creo que sea veredad, pero posiblemente fue en una moto y lo penso y estoy segura que lo del auto stop es cierto. ¡Tendríais que conocer a Tardón!
Paula Marta Temprano, periodista
EN LA CARRETERA



Jack Keruac murió y Cela ya también, sin embargo andar por esos caminos sin rumbo permanece como un placer divino al alcance de casi todos los humanos desde los tiempos de Homero y Ulises. Vagabundear días enteros con una mochila repleta de sueños y la imaginación libre, desentumece músculos, acostumbra la vista a los grandes horizontes y entretiene la mente en las cosas menudas por cualquier vereda nueva. Ahora bien, las largas andaduras en solitario acaban produciendo un tedio que conduce inexorablemente a desear el punto de partida.
Algo de esto me ocurrió en cierta ocasión. Había tomado ruta y caminaba por los riberos del Tajo allá en Cáceres donde el río se atrinchera y sus aguas se tranquilizan en pantanos. Había recorrido unos veinte kilómetros: cinco horas a buena marcha. Había parado sólo para comer un poco y beber de la cantimplora. El cansancio y el aburrimiento amenazaban. El silencio de la soledad, se dejaba oír. Me encontraba en un punto medio de difícil vuelta atrás: diez kilómetros de la meta y veinte de la salida, un punto de no retorno, ni en el espacio ni en el tiempo porque los caminos, una vez iniciados, no permiten la vuelta atrás.
El lugar, el idóneo para escuchar el canto de las sirenas, un puente sobre el río Almonte cuando sus aguas, siempre tranquilas, se embalsan en las hondonadas, frente a un cerro pobladísimo de encinas en medio del agua, en forma de peludo monte de Venus.
Me paré a contemplar el singular cerro. El puente se me antojaba unas bragas a media hasta. Me soñé barco hacia los sótanos de Victoria Abril en aquella inolvidable película de Almodovar. Terminé de cruzar el puente. Me senté en un pretil para seguir admirando aquellos muslos de agua, mansos y cálidos. A falta de chaise longe, recostado voluptuosamente sobre la propia piedra, entoné con Sara el fumando espero...
Con cierto sentimiento de derrota decidí a pedir auxilio a cualquier vehículo que pasara. Sin renunciar a la aventura del caminante, incorporaba el factor suerte a mi odisea. La paz absoluta, los coches escasísimos. Paró una moto de gran cilindrada guiada por alguien totalmente vestido de cuero negro. Una persona alta. Levantó la visera y aparecieron unos hermosos ojos negros, muy penetrantes, encuadrados en unas briznas de pelo negro. No había labios, no había nariz, sólo aquellos ojos negros...
--Sube- casi ordenó- y ponte el casco que hay detrás.
Obedecí agradecido.
--Soy mal paquete y tengo poca experiencia en montar en moto -me disculpé de antemano.
--¡No importa! agarrante fuerte a mi cintura. Cuando estés listo avisas.
La voz sonaba suave a pesar del aspecto fiero y neutro la vestimenta. Subí a la moto, coloqué el macuto a mi espalda. Me sentí seguro y cómodo.
-- Estoy listo.
-- ¿Vas a gusto?
-- Sí
-- Agárrate sin miedo a mi cintura. Nos vamos.
Un fuerte acelerón y la moto comenzó a moverse. La sensación de viajar en este tipo de vehículo es muy singular, al menos para mi que no acostumbro a utilizarlo más que cuando alguien me invita con insistencia.
Apenas iniciado el despegue recibí una recomendación, que, como anteriormente, más bien semejaba un ruego imperativo y agradable de cumplir.
-- Mete las manos en mis bolsillos laterales. ¡Te vas a helar de frío! Me gritó.
Obedecí otra vez. Mis manos pasaron de la intemperie a la calidez de los interiores. El frío sin embargo no me permitía distinguir qué tocaba. A medida que pasaba el tiempo, poco en realidad, advertí que no había prenda alguna sino piel suave y viva sin tejidos intermedios. Tímido, permanecía con las manos quietas y un tanto crispadas, quizás por el miedo a la velocidad de la moto por los riberos. Resucitado el tacto, fui tomando confianza y moviendo lentamente mis dedos. Hacia arriba, éstos encontraron las cálidas curvas de unos pechos acogedores. No hube de avanzar mucho para tocar las rugosidades granulosillas del peciolo erguido. La mano izquierda aventurándose por bajo de la cintura, encontró la simpatía de una suave vellosidad no excesivamente abundante. Logrados estos puntos referenciales, me agazapé. No moví más los dedos. Mi atrevimiento me parecía suficiente si consideramos que la velocidad superaba los ciento treinta kilómetros por hora.
Quizá fuera entonces, al advertir mi inseguridad en sus interioridades, pero al mismo tiempo mi curiosidad y afición, cuando sonó de nuevo aquella voz , ahora ya cantarina para mis oídos, en el tono de siempre.
-- El pantalón dispone de una cremallera por atrás, puedes hacer uso de ella.
Abandoné el tacto de las redondeces pectorales para comprobar la información. En efecto, por atrás había una cremallera que abrí hacia adelante. La voz facilitó la acción inclinándose hacia los manillares. Mi mano izquierda sintió el fresco del aire que entraba por la ventana recién abierta. Desde allí procuré una mayor apertura pero tampoco excesiva. Igualmente, una vez el campo expedito, descorrí la apertura delantera de mis pantalones y puse a disposición de aquel culo ese trozo de carne mío que a pesar de la velocidad y los inconvenientes de las posturas se había desarrollado de manera armónica y funcional.
Quien conducía, habiendo vivido sin duda situaciones similares, facilitó la acción. Se inclinó lo suficiente hacia adelante como para permitirme que jugara a gusto en el cuarto trasero. Mi mano derecha de nuevo en su falso bolsillo tocaba el violón en un aficionado piccicato.
Alcanzábamos las tejas de Cáceres y la moto no bajaba de velocidad. Hubo de llegar un semáforo para que yo, aprovechando la inclinación y la breve parada, colocara con entusiasmos y tino mi astil en el ojal.
-- ¡Date prisa, que nos queda poco camino! -me animó.
Así lo hice. Ya en materia, no había necesidad de moverse más que lo que marcaba la marcha de la máquina. Mi mano derecha jugaba entusiasmada con dos pezones crecientes e hinchados, mientras mi mano izquierda se perdía en la selva acariciando un tronquito que crecía junto a un lago frondoso. Mi estaca hurgaba en aguas profundas.
Junto a la plaza de toros sentí un escalofrío por la espalda. La moto realizó un quiebro espasmódico recuperando al instante su normal línea recta. Mi punto de destino se acercaba: había comentado mi deseo de quedarme junto a la fuente luminosa de Cánovas, una especie de homenaje de mi juventud a tantos pasos. El viaje además de cómodo había resultado gratificante.
La moto dobló por la avenida de San Pedro. Paró junto a la fuente. Saqué las manos y cerré su cremallera y la mía. Me apeé con la mochila a cuestas. Quería despedirme al menos con un beso sino con una cita. Me quité el casco,
-- Dame un beso dije, y dime como te llamas.
-- Mario. ¿A que no está tan mal hacerlo con un operado? -me contestó aún con la cara tapada y sin dejarme ver sus labios.
Cánovas arriba, en dirección a la estación del tren, revivía la reciente e increíble aventura. Vi como una antigua novia se peleaba con dos chiquillos, al parecer hijos suyos. Nos dimos un abrazo y tomamos juntos un café. Henry Miller tampoco descansaba...

domingo, abril 13, 2008

LA DOCTORA

Otro relato de los que rescató Paula Marta Temprano de las viejas y sudadas libretas de Petronilo Marceliano Tardón, es La doctora. Los visos de realidad parecen escasos, pero en unas notas encontradas en la página contigua a la narración, PMT había escrito: "suceso real: ojo con los nombres propios." De donde podría colegirse que a pesar de la aparente inverosímil, quizás todo sucediera como secuenta.
LA DOCTORA


Aquella doctora me radiografió con la mirada.
-Siéntese -ordenó seca.
Buscó un formulario de respuestas. Mi dolencia, sin mucha importancia aparentemente, consistía en molestias sobre una rodilla, causadas quizás por algún golpe o algún esfuerzo excesivo.
La doctora, según otros enfermos, se mostraba distante y profesional con los pacientes. No gastaba más palabras de las necesarias. Algunos opinaban de ella que era dura.
Cuando hube contestado a una serie de preguntas sobre las características de mi sufrimiento, el grado de giro de mi pierna, la hinchazón de la parte enferma, volvió a ordenarme.
-¡Póngase en pie y camine! ¿Es usted muy tímido?
-No en exceso -contesté.
-Pues quítese los pantalones y camine como si fuera usted una modelo, como si anduviera por una pasarela, como si llevara tacones.
Lo intenté, pero no salí muy airoso. La doctora me volvió a increpar.
-¡Más decidido, más elegante, hombre, que no es un inválido!
Volví a recorrer la sala con la mejor intención pero no a gusto de ella, tal vez así no podía calibrar del todo donde se alojaba el mal ni el grado del mismo. Se puso en pie enérgicamente. Se levantó la falda hasta la cintura y de esta guisa, dándome la espalda, recorrió los cinco metros de la sala cumpliendo exactamente lo que me ordenaba. Se subía sobre unos leves y anchos tacones, cruzaba las puntas de los pies dibujando una línea recta, movía las caderas con garbo, en un andar suave como el de los gatos. Lógicamente, asombrado por su proceder, obnubilado por la textura de su carne y por la poca ropa que le cubría, - apenas una ligera raya negra que se hundía en lo más encrespado del valle, hijo de aquellas dos montañas gemelas, como un mínimo río- no me fijé tanto en las rodillas, pero parecía que no las doblaba. Cuando se dio la vuelta reparé en el pantano, también negro, sobre el que desembocaba- "¿por qué acequia escondida/ agua vienes a mí?" recordé a Machado- aquel hilo prometedor de la otra cara. De vuelta, caminando hacia mí de la misma manera, impertérrita, elegante, con una mano sobre la cintura, como los toreros hacen el paseillo, la cabeza alta, advertí que la punta de los zapatos no era fina, zapatos cómodos. No llevaba medias.
-Ande usted así que yo vea como mueve usted las caderas igual que ha visto usted las mías -volvió a ordenar-. Es muy importante porque observaré si una pierna se le ha quedado más larga que otra o la lesión es solo superficial.
Me miraba a los ojos mientras se explicaba. Yo, sin embargo me distraía con unos pelillos rubios largos pero no muy abundantes, que jugaban a salirse entre los calados de las bragas negras. ¿Era rubia y se teñía el pelo de la cabeza, o era morena y se había teñido el bello púbico?
-¡Míreme!
Se giró y volvió a caminar parsimoniosa y decidida sobre la línea recta, la falda levantada, movía de forma cadenciosa y en equilibrio perfecto ambas nalgas. Cuando llegó al fondo del despacho, se inclinó hacia adelante para tocar la punta de sus zapatos con la punta de los dedos de las manos sin flexionar las rodillas.
Tanto espectáculo me había levantado el orgullo. Me llamó de nuevo.
-Acérquese aquí y flexione las rodillas.
Mi tipo no es precisamente atlético, las rótulas de mi espalda dan para poco juego y mis manos no llegaron mucho más abajo de las rodillas. Ella me ayudó. Tomándome por detrás los brazos y echándose encima de mí intentaba influir para que mis flexiones fueran más correctas. En uno de los intentos rozó mi ánimo, supongo que sin intenciones, de manera delicada.
-Fíjese de nuevo en mí -dijo.
Esta vez apoyaba las manos sobre la estantería metálicas y estiraba las piernas casi abiertas en compás. Yo me fijé en el abultamiento oferente. Con un leve movimiento de dedos descubrí el lago cubierto de juncos lacios. Puse mi bomba en su sitio por donde entró con facilidad en la cálida incertidumbre. Ella suspiró. Mis manos jugaron sobre la blusa y sentí como el viento del suspiro erizaba los puntos altos de los montes gemelos. Mordí con suavidad el cuello. Un bombeo más y sentí como sus rodillas se flexionaban. Las respiraciones, ya casi acompasadas, caminaban hacia el huracán. Mis rodillas se doblaban: no sentía ninguna molestia. Salí. Ella me miró a los ojos y yo a ella. Apenas nos rozamos los labios. No nos habíamos despeinado.
-Puedes vestirte -volvió a ordenarme.
Mientras me puse los pantalones ella se colocó el vestido.
-Siéntate.
Obedecí de nuevo, un tanto acalorado. Su rostro apenas denotaba emoción alguna a no ser por ese rubor exquisito de manzana madura en sus mejillas.
Continuó con el protocolo. Tachó las casillas correspondientes y escribió algo al final. En otro papel escribió una nueva orden para otra revisión de coyuntura.
-Vete ahora mismo y que te hagan una radiografía. La rodilla, al parecer no está mal del todo pero es necesario repetir el examen con más datos.
Yo sólo pude preguntar:
-En tu casa o en la mía.
-No, No, -contestó ella con energía-, aquí, en la consulta, y a la misma hora dentro de dos días.

23 y 27 de agosto,

viernes, marzo 28, 2008

ENCUENTRO CLANDESTINO EN CUENCA


Otro de los relatos que salvé de los cuadernos de Petronilo Marceliano Tardón fue éste. El título que el bohemio escritor le había colocado es el que aparece bajo estas líneas, pero creí más interesnte acercarlo al lector con el título de "Encuentro clandestino en Cuenca". El adjetivo "clandestino" seduce por lo oculto y al mismo tiempo ambíguo significado. Vean, curiosos lectores y lectoras como las más dífíciles de las misiones políticas pueden terminar en gozosos encuentros.
Paula Marta Temprano.
LA CUESTIÓN DIPLOMÁTICA


Cuando me encomendaron aquella gestión yo no sabía con quien me encontraría. Se trataba de conseguir un pacto muy delicado entre los dos partidos políticos en un tema determinado y en una comarca determinada. La ambigüedad es comprensible y la discreción con que había que llevar las conversaciones, también. Creo que por eso me eligieron a mí. No soy un militante destacado ni entregado al partido, me ha gustado siempre influir en las sombras y no suelo aparecer en fotografías ni ocupo un puesto importante.
Un alto cargo me había invitado a comer un día y me encargó la misión. Me aseguró que los otros también gestionaban las condiciones para que nos reuniéramos y expusiéramos claramente lo que deseaba el otro partido. La misión, delicada, como he dicho antes, necesitaba de mucha discreción. Me dieron un número de teléfono y yo llamé. Me contestó una voz de mujer, una voz suave pero rotunda, un poco como los vinos de Rioja: terciopelo puro.
-Llamo de parte de Guerra.
-Soy Paz -dijo.
-¿¡Coincidencia, no!?
-No está mal
-Ya sabes por qué te llamo, ¿no es así?
-Efectivamente. No es precisamente una cita de amor.
-Tal vez por eso todo salga bien.
-Eso esperan de nosotros, ¿verdad?
-Efectivamente.
-¿Qué te parece el próximo viernes en Cuenca?
-No está mal.
-Comemos en el mesón de la plaza.
-Poco discreto.
-Entonces en el Parador.
-A cenar.
-Si tú quieres...
-Me han reservado ya habitación.
-¿Qué he de hacer yo?
-Reservar otra.
-De acuerdo.
-En el segundo piso.
-¿Pregunto por Paz?
-Inscríbete como Guerra.
-Recurrentes los nombres...
-Déjalo. Hasta el viernes.
Hice tal como acordamos. Llegué a Cuenca. Subí a la plaza, y me acerqué hasta el Parador, un caserón antiguo perfectamente acondicionado como hotel. Aunque no había hecho reserva, no tuve ninguna dificultad para contratar el hospedaje. La temporada de turismo había pasado. Me temía una noche de trabajo. La voz de la mujer me había sonado, suave y rotunda, pero como el vino, quizá se subiera a la cabeza y no me dejara dormir en toda la noche. Me sospechaba una noche dura.
Me acompañaron hasta el segundo piso. El pasillo, silencioso, totalmente desierto. Yo sabía, no obstante, que una de las habitaciones estaba ocupada. Entré en la habitación que me indicaron, amplia, limpia, bastante impersonal y fría como la de todos los hoteles. Comprobé el minibar repleto de bebidas: güisqui, ginebra, refrescos, cava. No tomé nada. Me desnudé y me preparé un baño. Me afeité. Me puse unos calzoncillos cómodos: me acordé de aquello que un actor preguntaba en una película: "¿Te imaginas a Henry Miller en slip?" no sabía con quien me encontraría y había que prepararse para cualquier circunstancia. Después me puse la camisa. Sólo llevaba esa. Azul celeste, discreta y elegante. Había escogido una corbata de seda verde y azul que a mí particularmente me gusta mucho. Hacía años que la tenía y pensaba que me daba buena suerte. ¡Cuestión fetichista! Me coloqué los pantalones. Lanilla suave. Azul marino, cómodos. En mangas de camisa, abrí sobre la mesa la cartera y eché otro vistazo a los papeles. Faltaba aún una hora para el encuentro. Debía concentrarme y descansar. Posiblemente la otra persona repitiera casi paso por paso mi comportamiento. Allí estaba el esquema de la estrategia. Sólo la estrategia. Del tema no debía quedar ni una sola muestra. Esa era la condición: nada firmado, nada por escrito, acuerdo verbal entre partidos. Un toma y daca que daría los frutos apetecidos en otro momento y en otro lugar, pero eso, ya no nos correspondía a nosotros.
Me tumbé sobre la cama. Me relajé. Cuando faltaban cinco minutos, me puse la chaqueta. Había que prepararse. Sonó el teléfono. Lo cogí. Volví a oír la voz con sabor a terciopelo.
-¿Estás listo?
-Cuando quieras -contesté.
-¿En tu habitación o en la mía?
-Cenamos primero. Nos vemos ahora mismo en el ascensor.
-De acuerdo.
-Cuelgo y salgo.
Yo hice exactamente eso. Ella también. Las puertas se abrieron casi de manera simultánea. Ella caminaba delante de mí. Su silueta se recortaba en el contraluz. Llevaba zapatos de tacón y unas piernas elegantes. Las caderas, voluminosas, marcadas por un traje sastre, se cerraban en una fina cintura. Media melena. En el ascensor conocí su cara. Rubia, ojos claros, nariz recta, labios carnosos, pómulos a lo Rita Haywort. Vestía de negro. Me sentí Humphrey Bogart. Sólo tenía entre sus manos un mínimo bolso. El ascensor fue para nosotros solos.
-¡Hola, tú eres Paz! -saludé.
-¡Hola, tú eres Guerra! -contestó.
-Encantado -tendí la mano.
-Tanto gusto -me la estrechó.
Tenía fuerza. Era una mano suave pero firme. Mano que no necesitaba guante para ser de acero y acariciar. Bajamos en silencio. Nos dirigimos al comedor en silencio. Nos sentamos en silencio. Nos trajeron las cartas. No soy excesivamente gurmet pero me gusta comer bien y regar las cenas con buen vino. En la ocasión pensaba en una cena muy ligera y en ausencia total de licores. Ni la más mínima sombra debía pesar sobre mi cabeza durante las conversaciones con mi compañera de mesa. Semioculto por la carta, levanté los ojos para mirarla de frente. Era muy hermosa. Leía atentamente la oferta. Me vino otro símil cinematográfico: ¿terminaríamos jugando al tute?
-¿Qué vas a tomar tú? -preguntó Paz.
-No lo he decido todavía, pero algo muy frugal: unas sopas y algo de pescado.
-Me apunto también a eso.
-Veo que te gusta comer.
-La buena mesa hace a la gente más generosa.
-Aquí en Cuenca hay una buena cocina.
-No conozco Cuenca.
-¡Qué lastima no haber venido en otra ocasión con más tiempo! Te hubiera enseñado gustosamente El Museo de Arte Abstracto.
-Yo soy más clásica, no disfruto en exceso con las rayas y las manchas en los lienzos.
-Bueno, porque no conoces este museo. Te mostraría una ventana y te preguntaría ¿qué ves una pintura o la calle? Te garantizo que no es sencilla la respuesta. A partir de ahí se aprecia la mezcla de colores.
-Será así, pero no creo que me gustara en exceso.
-¿Sabes que Cuenca fue el regalo de un rey a una princesa de la que estaba enamorado? -ataqué yo por el lado romántico para derretir el hielo de aquella rubia que, aunque de nombre Paz, aparentaba llevar fuego en las venas.
Nos habían servido la sopa, una sopa de ajo, sencilla pero riquísima, y andábamos aún tentándonos el uno al otro. Ella había descubierto que me gustaba comer y beber, cosa difícil de disimular, pues ciertamente no luzco un cuerpo atlético, aunque tampoco ofrezco una barriga desorbitada. Yo de ella sólo sabía que le gustaba vestir con elegancia, que usaba perfumes caros, y que, según decía, no le gustaba el arte abstracto, detalles tópicos de las mujeres de su partido. Era hermética y granítica, no cabía la menor duda. Ensayé el camino de la música.
-Otra cosa interesantísima de Cuenca es la Semana Santa y los conciertos. Es extraño que no hayas venido nunca.
-Me gusta la música pero no soy melómana como para viajar ex profeso. Siempre encuentro otras ocupaciones. En semana santa solemos ir a la playa.
-¿A qué playa vas?
-Tenemos una casita en Mazarrón.
Colegí que se refería a su matrimonio: su escasa religiosidad, sensibilidad plana para todo lo que se refiriera al arte. Sería una de estas mujeres pragmáticas que se han empeñado en subir cuando el marido les ha ido dejando solas. Lo cierto es que ni ella sabía nada de mi ni yo de ella. Faltaba muy poco para que nos encerráramos en una de las habitaciones a tratar asuntos difíciles y a duras penas nos considerábamos el uno al otro algo más que el nombre, contando que los nombres fueran verdaderos.
-¿Estás casada? -ya sabía la respuesta, pero quería la de ella. Una señal, mínima ciertamente, apenas un hoyuelo circular en el dedo indicaba la existencia de una sortija.
-Sí, sí -contestó muy rápido como si le hubiera cogido en un renuncio y ella hubiera reaccionado desde dentro. Dominaba los nervios y era lista.
-Yo también -confesé.
Nos habían traído el pescado que, sin ser de una calidad extraordinaria, nada comprable con la sopa, también estaba apetitoso. Llegábamos al final de la cena.
-¿Café?
-Sí, sí -le gustaba el monosílabo repetido.
-Y una copita de resolí-insinué.
-Eso no.
Dudaba ahora si invitarla a dar un paseo por la parte alta de la ciudad hasta la Universidad Menéndez Pelayo o entrar directamente al toro, terminar cuanto antes e irnos a dormir. El paseo me apetecía a mí y a ella quería relajarla. La pregunta sobre el matrimonio le había despertado demasiado las antenas y mantenía en tensión todas las defensas, convenía destensar las cuerdas de los arcos para evitar que las flechas fueran mortales. Ambos sabíamos que debíamos llegar a un acuerdo, pero ignorábamos qué tendríamos que ceder. Ambos sabíamos que los límites eran amplios. Si ambos salíamos contentos, habríamos ganado los dos y nuestros partidos, si por el contrario, el uno hacía morder el polvo al otro, aún con el acuerdo aprobado, ambos, de manera personal, los dos, perderíamos mucho.
-¿Te apetece que demos un paseo? -propuse.
-Mejor lo dejamos. Vamos a trabajar. Tal vez mañana tengamos aún ganas y me puedas mostrar esas maravillas de Cuenca.
-La dama manda -accioné con la mano. Ella se levantaba.
El comentario hacia el día siguiente me pareció esperanzador. Decidimos entrar en mi habitación, después de considerar ambas opciones. Ella ofreció la suya, pero advertí que deseaba entrar en la mía. Quería estudiar lo que había sobre mi mesa. Yo imaginaba que la suya presentaría un estado parecido al de la mía: nada a la vista. Por eso acepté que la reunión se desarrollara en mi terreno. Le proporcionaría folios. Facilitaría la remota posibilidad de producir un documento escrito. La mesa redonda y la luz del flexo de lectura de mi habitación nos sirvieron de testigo. Abrí mi cartera y le alargué unos folios en blanco y un bolígrafo. Si escribía o dibujaba mientras yo hablaba, si jugaba a eso, me proporcionaría alguna pista sobre su estado de ánimo y serviría a mi estrategia.
-Vamos allá -comenzó.
-Empieza tú misma.
-Pues bien, como sabes...
Ella habló, yo hablé, ella replicó, yo repliqué, ella arguyó yo argüí, y paso a paso, sin ceder, pero sin perder el norte, ella dura, yo también, llegamos a las tres de la madrugada -nos habíamos encerrado a las once y media- cuando los dos dijimos al unísono.
-¡¡Eso es!!
Repasamos con exactitud y sin falsas interpretaciones durante media hora los puntos comunes y las cesiones hechas para fijar totalmente el acuerdo. Nos levantamos de la silla y nos felicitamos. Esta vez nos dimos un beso en la mejilla.
-Bien, ¿me permites que te invite a cava?
No esperé la contestación. Había abierto el minibar y descorchaba un benjamín que escanciaba en las dos copas que encontré en el frigorífico.
-¡Por los acuerdos! -alargué la copa.
Ella la tomó y la inclinó sobre la mía hasta que el cristal sonó.
-¡Por los acuerdos!
Ambos bebimos. Permanecíamos de pie porque a los dos nos apetecía estirar las piernas después de tan larga sentada.
-¡Por nosotros! -brindó ella espontáneamente.
-¡Por nosotros! -contesté yo.
Se había transformado. Se había moderado. Levantó los brazos y puso sus manos sobre la nuca en un gesto bastante descuidado, lejano al excesivo protocolo mantenido hasta el momento.
-Parece que ha salido bien -comenté.
-Eso parece, sin embargo yo tengo la sensación de haber hecho algo mal.
-¡Pero lo acordado, acordado está! -me alarmé.
-¡Efectivamente, eso ya no hay ya quien lo mueva, pero tengo esa sensación! Como cuando, de niña, hacías alguna travesura y la escondías para que nadie supiese que habías sido tú y luego tenías cargo de conciencia. ¿A ti no te pasa? ¿No sientes que hemos engañado o no hemos terminado correctamente los deberes? Esa es la sensación que tengo.
-¡La conciencia cristiana! Pero tú conoces con seguridad que las conciencias con el tiempo y el ejercicio se van transformando, ensanchan hasta convertirse en lasas.
-A mi no me gustaría pasar por ahí, y ese es el dolor.
-¡Bueno, bueno!, ¿de qué te quejas, de que hemos terminado enseguida?, ¿de que no han existido grandes desacuerdos?
-Quizá sea eso. El tema para mi gente es un tanto peliagudo, vosotros lo tenéis más fácil.
-Reconoce que se trata de algo capital
-Lo reconozco y estoy de acuerdo en todo, pero deja que te diga que tengo esa sensación extraña...
-Eso se arregla con otra copa de champán.
-¡Venga! Una vez que se empieza a pecar, antes de confesarse, hay que disfrutar del pecado, decía una compañera mía de colegio.
-Sabía entender la vida esa compañera tuya.
-Por la mínima sospecha el confesor te ponía la penitencia muy cuesta arriba.
-¿Ah sí? ¿Cuántas avemarías te mandaba?
-¡Eso era lo de menos! En las clases particulares sacaba a relucir los pecadillos y te zurraba bien la badana.
-Pero ¿cómo, rompía el secreto de confesión?
-¡No hombre, no! ¡Era más sutil! Decía, por ejemplo: “¡Ángela ha estudiado poco durante el sábado y el domingo, se nota en los trabajos. Ángela ven acá!...” ¡ Ten cuidado!
La última exclamación me la dirigía a mí que llenaba su copa y el cava chorreaba pegajoso por sus dedos...
-Disculpa.
-No es nada... ¡Pero nos vamos a poner!...
-Sigue contando lo de Ángela.
-Colocaba la cabeza de la chica entre sus piernas, le tapaba la cara con la sotana y le daba unos buenos azotes en el culo, allí, en medio de la clase...
-¿Y a ti?
-¡A mí y a todas, allí no se escapaba nadie!
-¿Y qué edad tendríais?
-Entre doce y catorce años...
-¿No os daba vergüenza?
Paz permanecía de pie, yo me senté en la silla que ocupaba mientras trabajábamos.
-Lo veíamos normal, como todas éramos chicas y nos tocaba a todas... Recuerdo una tarde de domingo que me pilló en la plaza, saliendo del baile. El lunes no me dijo nada, pero el martes cuando me entregó el cuaderno, me comentó: “¿Ves Paz cómo no se puede vivir en las nubes? Resides in cornibus lunae, pero te voy a traer a la tierra.” Metió mi cabeza entre sus piernas, me levantó la falda y me puso el culo como un tomate por haber escrito hierba con "v".
-¡Por haber escrito hierba con "v"! ¡Vaya con el cura!...
-¡No creas! ¡Me gustó, he de confesar que me gustó! Aquel hombre tenía mucho carácter y a todas nos ha hecho mujeres independientes... Te diría que todas guardamos un especial cariño por él.
-Si todas habéis salido como tú, ¡qué duda cabe! ¿Y ahora también te han pillado saliendo del baile?
-Nos pueden pillar a los dos.
-Voy a tener que hacer yo de cura y ponerte la penitencia.
-Tú no sabes, buena pinta de curas tienes tú.
-Fui seminarista. A mí también me pegaba una maestra en el culo.
-¿A ti? ¡No me digas!
-Era una maestra relativamente joven. A los muchachos no nos daba escuela, pero nos preparaba para la comunión. Era muy beata. Y cuando no nos sabíamos el catecismo hacía como tú dices. Nos metía la cabeza entre las piernas y nos daba en el culo. Y a mí, como a ti, también me gustaba. Ella no se levantaba de la silla. Decía, "¡Fulanito, ven aquí!" Te preguntaba la lección que había que contestar al pie de la letra, si fallabas una palabra, ¡azotes! Aún recuerdo la última vez que me pegó. Se levantó un poco la falda y mi cara quedó allí atrapada entre sus muslos. Me gustaría volver a oler allí. Cuando me dio con la mano en el culo, se me supo tiesa, y ahora recordándolo también. Ella se dio cuenta y no volvió a pegarme con la mano. Desde entonces lo hacía con una regla, pero metió muchas veces más mi cabeza entre sus muslos.
-¡Vaya, si ahora resulta que te va a gustar la disciplina inglesa!
-Depende del ama.
La miré directamente a los ojos. Paz, con la copa de champán mediada, se había sentado en el borde de mi cama. Me levanté, llené su copa y la mía, bebimos ambos. Yo de pie, ella sentada. Sin hablar una palabra, cogí su copa y junto con la mía deposité ambas sobre la mesa escritorio. Volví hacia la cama. Me senté al lado de Paz. Sin pronunciar palabra, sujeté su cabeza y la volví sobre sí misma. Su cara quedó entre mis piernas. Sus rodillas dobladas en el suelo, su media melena derramándose sobre mis piernas. Levanté la falda y sus nalgas quedaron al aire apenas cubiertas por la tenue seda de las bragas negras. Sus muslos, encuadrados en los tirantes del liguero, pedían el ritual de los azotes. Fui comedido. Dos palmadas en cada una de las cachas bastaron para que tomaran el color de mejillas arreboladas. Un suspiro de Paz indicaba que el castigo había sido suficiente. Ella se levantó airada. Yo temía lo peor: una denuncia por malos tratos, si bien suponía que nuestra delicada situación no le permitiría alegrías de ningún tipo. De pie, me increpó:
-¡Tú tampoco has aprendido la lección! ¡Muy aplicado, mucho hacer los deberes, pero deprisa y corriendo! ¡Tú también mereces un castigo! ¡¡Levántate!!
Como yo la mirara perplejo y un tanto admirado, insistió.
-¡Levántate, vamos!
Obedecí sumiso. Sabía de su fuerza, pero tanta energía, me sorprendió.
-¡Quítate los pantalones, deprisa!
Sentada sobre la cama, con las piernas entreabiertas y la falda un poco por encima de las rodillas, levantó los brazos y mi cara se sepultó más abajo de su regazo. Percibía el calor de la carne y ese olor propio de la feminidad bien administrada. Ese perfume suave me transportó a otros años y sentí crecer, ahora que yo también me encontraba de rodillas y humillado, el más robusto árbol de mi bosque.
-¡Y además desobediente! ¿Eh? -le oí mientras deshebillaba mi cinturón y tiraba hacia a tras de mis pantalones, como si pelara un plátano-. ¡Te había dicho que te quitaras los pantalones, como no sabes obedecer, aprenderás lo que es bueno! ¿Pero qué veo?, ¿calzones largos?, ¡abajo también!
Con todo el culo al aire me sentía excitadísimo, pero incapaz de moverme ni de reaccionar. Sentí la llegada de la palma caliente, una y otra y otra vez, al tiempo que se me endurecía más y más la parte cantante. Debió ser en aquel momento cuando suspiré o me quejé del ejemplar castigo, pero noté que mi boca tocaba el ángulo agudo aún cubierto. Aparté hacia un lado aquel trapito y adentré mi lengua como embajadora de otros elementos en la casa desconocida hasta entonces. La embajada fue bien recibida. Supe que las puertas se abrían de par en par y que inmediatamente las relaciones diplomáticas se pondrían en marcha y mi otro extremo recibiría honores de ministro plenipotenciario. Paz cayó de la cama y sus piernas se retorcieron en torno a mi cuello. Sentí el cosquilleo de su melena entre mis muslos y la cara cerca de mis reservas. En este número retorcido, las manos cumplían el papel de tropas expedicionarias que despejaban el campo de cualquier impedimenta. Ahora eran los volcanes, erectos picachos de nieve derretida, los que quemaban las caras internas de las columnas de mi imperio. Mantuvimos las maniobras conjuntas y paralelas hasta que el derrumbe de ambos bandos se presentía inminente. Se repetía la batalla anterior. Nadie cedía un palmo de terreno aunque ninguno de los dos queríamos que la hecatombe llegara. A punto de estallar sendas bombas atómicas, reorganizamos los ejércitos y ambos comandantes nos vimos las caras. Miré hacia el champán que burbujeaba expectante frente a la batalla. Pero ambos contendientes entendimos que era preferible el fuerte y tierno abrazo. En él nos fundimos en una larga y excitante noche que había comenzado con una total desconfianza...
Velilla, 23 de noviembre, 1997.