jueves, mayo 22, 2008

AJO BLANCO Y SALSA DE TOMATE

Rescaté este cuento de las desordenadas libretas que Petronilo Marcelinao Tardón almacenaba en una caja de zapatos. me pareció interesnte la alianza entre la cocina y el erotismo, aunque nunca han estado reñidos la mezcla del placer de los sentidos. Quizá falte una melodía sonando en el ambiente, pero puede solucionarlo la bailarina. Paula Marta Temprano.
Me había llamado Marisol de manera muy urgente. Marisol, amiga desde hacía muchos años, atravesaba un momento delicado en su vida: terminaba de separarse de su marido y los hijos, ya mayores, abusaban de su bolsillo. Además, según me contó por teléfono, querían darle lecciones de moralidad. La encontré muy abatida e inmediatamente corrí a su lado. Serían las dos de la tarde cuando llegué a su casa. No se había quitado la bata, aunque parecía recién salida del baño. El pelo aún lo llevaba mojado.
Después de los saludos correspondientes y un abrazo prolongado, donde se desahogó llorando, fui capaz de hacer que recompusiera su ánimo.
-- Te invitaría a comer fuera, pero posiblemente se nos haga tarde, ¿tienes algo en la nevera? Yo mismo lo preparo -me ofrecí servicial.
-- No sé si hay. Mira tú mismo -me contestó desde las profundidades de su depresión, como si todo le diera igual, que así era.
Ella se quedó en el salón y yo entré en la cocina. Miré. Había patatas, arroz y bacalao. También había tomate frito. En la nevera vi fruta y algunas verduras. Encontré unas botellas de vino en el bajo de una especie de armario que ejercía de despensa y botellero. La bodega, no muy extensa, resultaba atractiva. Escogí una botella polvorienta, sin etiqueta y cerrada a mano. Tenía el aspecto de cenicienta en el palacio, como si alguien la hubiera abandonado a su desgraciada suerte, sin darle ni nombre ni apellidos. A mí me gustó por eso. En el cajón de los cubiertos descubrí el sacacorchos. Abrí la botella. Olí el corcho. El aroma a viejo inundó mis sentidos. Vertí medio vaso para recoger los posos. Lo miré al trasluz. Los tornasoles de un tinto maduro y conservado me hablaron de delicados matices en la lengua. Probé un mínimo trago que extendí por mi paladar. La nariz volvió a cantar. ¡Gloria bendita! En el salón permanecía mi amiga Marisol arrebujada sobre el sofá, frente al televisor apagado como si ofreciera el mejor de los espectáculos del mundo. De la vitrina extraje dos copas. Las coloqué sobre la mesa ante mi amiga y dije:
-- "El vino es el único antídoto que conozco para precavernos de esta letal amargura que vida va filtrando en nuestro corazón. No te amedrenten las pardas nubes que veas alzarse en tu horizonte, mientras tengas al alcance de tu mano la copa rebosante."
-- No pintas un panorama muy halagüeño, pero suena bien esas palabras.
-- Son de un persa de la Edad Media que debía conocer los sinsabores y como vencerlos. Ahí dejo la copa al alcance de tu mano mientras me encierro en la cocina. Hoy vas a conocer los placeres de la buena mesa...
-- No tengo hambre ni ganas de comer...
-- Tú espera un poco.
Regresé a la cocina y volví a mirar. Había también aceite de oliva, algunos ajos y distintas especies. En cuanto al pan lo había duro exclusivamente. No abundaba donde escoger, pero decidí rápido con qué podría levantar el ánimo de mi abatida Marisol. En primer lugar, salí otra vez a saludarla. Seguía allí encogida sobre el sofá. No había tocado el vino, mi copa en cambio había bajado sustancialmente. Me serví de manera generosa. Cogí su copa y se la puse en la mano. Me senté casi en su regazo. La incorporé un poco, le acaricié la nuca y le hice probar el vino.
-- Brindemos. Lo demás poco importan.
-- Me voy a emborrachar.
-- Tampoco es para tanto, pero unos cuantos vasos de vino te levantarán el ánimo -la bese en la cara, cariñosamente- ." A pesar de todo, tendrás amor, tendrás amigo"- le recité.- Ahora vuelvo a la cocina.
Me escancié otra vez y me levanté. En un cacharro puse pan duro con agua. En otro puse a cocer dos huevos. El bacalao lo metí también en un plato con agua. No serviría de mucho, pero parte de la sal se le iría mientras preparaba los otros ingredientes. Pelé algunas patatas y las rebané. Mientras trajinaba en la cocina, me venía a la imaginación los castigos del bardo compañero del Capitán Trueno, que por cantar le arrestaban siempre a este oficio tan poco lustroso y él, para ennoblecerlo con la poesía recitaba aquello de "qué lata, siempre pelando patatas con cuchillo de lata"... Puse en una sartén aceite a calentar y, mientras, batí un huevo en un bol. Rebocé las patatas y las freí. Hice lo mismo con el bacalao después de cambiarlo unas cuantas veces de agua para quitarle, en lo posible, la sal. Lo puse todo en una cazuela y doré en el aceite sobrante unos gramos de harina, para espesar la salsa. Se la puse por encima a las patatas y al bacalao. Maché en el mortero un ajo y unos clavillos y también lo añadí. Procuré cargar la mano en las especies. Siempre suelen calentar los ánimos. Añadí agua y lo puse a fuego lento. Tenía para media hora...
Salí de nuevo saludar a Marisol. Seguía triste pero había consumido el vino. Me senté otra vez junto a ella y le increpé.
--¿¡Pero quieres ponerte de pie de una vez y dejar de compadecerte!? ¿Te crees que porque te tengas tanta compasión a ti misma te van a solucionar algo?
-- No. Pero se está tan a gusto, así pequeñina, como si fuera una niña enfurruñada...
-- Vamos, apura la copa y a beber y beber y cantar como dice la canción ya veras como espantas tus males...
Pero Marisol no levantaba cabeza. Verdaderamente se encontraba hundida en la más profunda de las depresiones ocasionales. Volví hacia la cocina porque tengo sabido que una buena comida alegra el espíritu.
El guiso comenzaba a tomar en olor. Pensé en hace una especie de gazpacho o algo para refrescar y completar la marmita, pero no había muchas viandas en la despensa, así pues me conformé con el plato que había preparado. Lo probé. De sal estaba un poco cargado, pero no importaba mucho, porque ello ayudaría a beber.
Las patatas habían alcanzado el punto de cocción perfecto y los filetes de bacalao, también. Entraba el tenedor perfectamente. Apagué el fuego y aparte la perola. Serví buena parte de aquel cocido en dos platos hondos para que se enfriara un poco.
-- ¿Tienes por aquí un mantel? -pregunté a Marisol
-- En el aparador -me contestó desde su letargo.
Lo busqué y lo extendí sobre la mesa baja frente a la que ella se encontraba. Destapé otra botella de vino. Serví la mesa y me senté frente a ella, en el suelo, sobre un cojín. Por fin se incorporó. Mostraba los ojos tiernos de haber llorado pero estaba guapa, muy guapa. Se mostraba tierna y desprotegida, necesitada de afecto. Entre la bata, sujeta a la cintura por sólo el cinturón, dejó ver sus hermosos muslos.
No esperé a los postres, entre otras cosas porque nada había preparado para abordar la conversación sustanciosa.
-- ¿Pero qué te ha pasado realmente? Cuenta y desahógate.
-- Vengo ayer, y ya sabes como ando con mi marido, y me lo encuentro en casa duchándose con una tía. Eso, según estaban las cosas no es que me importara mucho, lo malo fue que encima me monta una escena pidiéndome perdón diciendo que nos quería a las dos y que hoy quería llevarse a los niños porque yo no les atendía. Y llegan los niños, y me montan la misma escena, así que me siento cornuda y apaleada...
-- Tampoco es para tanto. Las desavenencias ya estaban cantadas y lo de los niños no era más que una venganza por las peleas de los padres... Tú lo que tienes que hacer es seguir escribiendo que lo haces muy bien.
-- No tengo ánimos ni para ponerme.
-- Cuenta aunque sea tu propia experiencia.
-- Si, ya, la novela del siglo...
-- Un tanto así.
Las patatas con bacalao, comida pobre, habían salido muy bien.
-- Está rico este guisote -dijo, con la cara un poco más sonriente.
-- Menos mal que te oigo decir algo positivo.
-- Que a ti se te da bien la cocina, no es que yo vea nada positivo.
-- Bueno, sólo cuando guiso con esmero para amigas desesperadas. Bebe vino, anda. Llené de nuevo su vaso y volvió a probar otro trago.
Marisol perdía rigidez a medida que progresaba la comida. Su semblante, tan sombrío, cobraba otro aspecto más alegre más risueño, más como ella era. Marisol, cuando yo la conocí, dirigía una revista de historia. No escribía mucho, pero coordinaba bien los trabajos de otros investigadores. Era una mujer alegre y muy metida en su trabajo. Ella y su marido, ejecutivo de una empresa de fotocomposición, se conocía desde niños. Se habían casado apenas terminadas sus carreras de historiadora y economista y siempre habían sido un matrimonio bastante abierto. Los dos chicos habían venido. Ella, por tradición familiar, se había metido en política y ahora, ambos ocupaban puestos de dirección en la administración y en el partido. Rondaban la edad incierta de los treinta y tantos y los problemas de convivencia que nunca habían aparecido afloraban, no tanto por celos como por identidad personal. Marisol, reivindicaba en ocasiones la suerte de las amas de casa.
-- Hombre, aunque te parezca mentira y me veas con la moral tan baja, todavía no tengo ganas de morirme.
-- Eso está, bien. ¡Que se mueran ellos!
-- Tampoco, que vivamos todos pero que nos dejen vivir y no nos digan lo que tenemos que hacer.
--¡Pues así sea! -concluí yo.
Se hizo un silencio aprovechable para avanzar en el plato de comida. Las especies y el granín de sal excesivo potenciaban la necesidad del vino. Los vasos volvieron a llenarse y a quedar de nuevo en ese punto medio de ni llenos ni vacíos.
-- ¿Qué te parece si esta tarde vamos al cine?
-- ¡Olvídate, yo no me muevo de casa, no tengo ánimos!
-- Vaya, volvemos a empezar...
-- No, si no es eso. Pero me encuentro muy bien en casa, no tengo ganas de salir.
-- Como tú quieras, por eso no discutiremos. ¿Qué andas haciendo ahora?
-- Con los líos no estoy muy trabajadora. Tengo por ahí unos cuentos empezados que sabe dios cuando los terminaré o si los terminaré algún día.
-- Me los tienes que dejar...
-- Cuando los termine. ¿Te apetece un café? -ofreció Marisol
-- ¡Encantado! Y una copa.
-- Tengo algo de güisqui, ya sabes que soy poco bebedora.
Marisol se levantó por fin. Bajo su bata dejó al descubierto la sonrosada carne de los muslos y la sombra oscura del "concovulus floridus". No dije nada y también me levanté del suelo. La acompañé a la cocina. Mi imaginación comenzó a desatarse. Según el estado de ánimo de mi amiga, aunque mejoraba, de un momento a otro podía romper a llorar. Un llanto de mujer, siempre es embarazoso, pero cuando se trata de una amiga que cuenta sus problemas con terceras personas, puede conducir a situaciones curiosas. Pero también pensaba en los lucidos muslos y en la oscura golondrina que había entrevisto. La comida y una copa podían desatar tormentas, si el cielo seguía dejando al descubierto las estrellas.
Marisol trajo hielo en un plato junto con dos vasos largos. Yo llevé la botella de güisqui en la que quedaban apenas tres copas. Suficiente, de todas maneras. De nuevo ocupó el sofá para tumbarse. Yo me senté frente a ella, ahora en un sillón.
Para animarla, yo le empecé a contar una historia picante que me había sucedido en una ocasión en una reunión de amigos en la que quedamos todos en pelotas. Ella se rió de nuevo, lo cual me alegró.
-- Eso parece poco socialista -me comentó.
-- Lo que sucede es que tú mantienes la moral burguesa -le contesté-. ¿Si es divertido, por qué va a ser poco socialista?
-- Tal vez sea como tú dices -concedió sin más discusión-, pero a mí me lo censurarían mi marido y mis hijos.
Marisol, tumbada sobre el sofá, abría y cerraba las piernas de forma casi automática, casi como un tic nervioso, pero cada vez dejaba ver más sus carnes. A mí me resultaba difícil apartar los ojos de allí. Comenté sin querer
-- A saber lo que hace tu marido, ¿no dices que le pillaste duchándose con otra señora?
-- Eso es cierto
-- ¿Tú no te has acostado con otro nadie que no sea tu marido?
-- ¿Por qué me preguntas eso?
-- Ciertamente es una cuestión indiscreta, pero, según están las cosas, no estaría nada mal... Una buena juerga te relajaría las tensiones.
--Quizás lleves razón. Una buena juerga puede que me viniera bien. ¿Pero con quien?
El movimiento de piernas de Marisol, recostada como la Cleopatra, centraba toda mi atención que distraía exclusivamente con el trago de alcohol que vez ve en cundo sorbía de mi vaso.
-- Con cualquiera, conmigo mismo que para eso están los amigos.
-- ¿Te atreverías a meterte en una orgía conmigo y con tu mujer?
-- Y contigo sola dije levantándome.
Me acerqué a ella, y sin avisarle la besé en la boca. No existió resistencia y sus labios se abrieron. Mi mano entró directa debajo de la bata y encontró la noche clara y el caminito andador. Las copas quedaron pendientes sobre el cristal de la mesa. Pocos minutos después yo también estaba desnudo. Rodamos por el suelo, en la alfombra. La situación se convulsionó de tal manera que mi cabeza quedó entre sus piernas y la suya entre las mías. Aquella comida no estaba mal: al pesado con patatas, por lo que comenzó todo, se le añadía ahora un conejo bastante fresco. Seguimos jugando y Marisol se animaba. Fue entonces cuando soltó aquella barbaridad que a mí me hizo gracia. --¿Lo que me vas a dar ahora es el ajo blanco que me prometiste antes?
-- Sigue y prueba, a mí me gusta este conejo. Acaso le haga falta algo de salsa de tomate, pero me conformo con que sea así, al ajillo. Cuando hubo probado el gazpacho, quiso montar a caballo. Yo sobre la alfombra mirando al cielo, supe aquella tarde y alguna que otra más, las buenas cualidades de amazona de mi amiga Marisol.

sábado, mayo 10, 2008

REUNIÓN DEL EQUIPO DIRECTIVO

Está desmostrado que la eficacia de cualquier equipo directivo es proporcional al entendimiento humano entre sus miebros. He aquí un ejemplo claro de esta evidencia.



Todo es simple como el juego de los niños, pero las reglas son imprescindibles. Siempre ponemos reglas para romperlas. Las reglas se ponen solo porque se sabe que hay alguien que no la vas a cumplir. Si todos estuviéramos de acuerdo en que las reglas no inflingirían, a nadie se le ocurriría formularlas. En esto tampoco hay reglas. La única regla que hay, el chiste fácil, es sangrienta. Yo no soy drácula. Ella no es vampiresa. Por eso en el pasillo, a la vuelta de una esquina, meto la mano por debajo de la falda. Ambos nos dirigimos hacia el despacho de dirección. Cierro la puerta con el pie. La abrazo. Los labios se funden. Hoy he comprado, una novela de amor de esas de trescientas pesetas. La libido se me ha subido. Deseo tocarle el culo, se lo digo, me ha soltado una grosería. Le he contestado con otra y le he dado un azote. Ella ha respondido, con un " ¡sonso!",- palabra talismática ésta - me remueve toda la sensualidad soñada del caribe. Veo el anuncio de los limones cuando la oigo. Se ha puesto de moda en mi trabajo. Habrá razones para ello. La he dado en el culo, y me ha dicho "sonso". La he hecho cosquilla y se me ha vuelto. Película del oeste donde la heroína mira al bueno, en vez de estampar el beso, he vuelto a las cosquillas. Quería decirle algo importante del trabajo. "tienes un culo prometedor" he pensado, hoy te lo toco a discreción, pero has de esperar, hemos de resolver tres problemas. Uno de clientela, otro de personal y el tercero, el más sencillo pero el que más te preocupa a ti, de administración. Yo tengo en la mente un cuarto problema. Será la cuadratura del circulo, para eso tu eres la directora, a mi me toca imaginar, y a ti calcular. Hemos repartido así los papeles. Yo te imagino cada día, cada momento que te tengo cerca. Ahora en el pasillo te he tomado por la cintura, te he girado. En esta ocasión has ocultado los labios pero te has dejado abrazar. Te he presionado en la cintura y has levantado los ojos. Ahora sí te he besado. Te he llevado hasta el despacho de dirección, he cerrado la puerta con el pie, te he abrazado fuerte y te he besado. Te inclino sobre la mesa y te subo la falda. Te dejas hacer. Te he tocado un poco por arriba y bajo inmediatamente al pilón. Te bajo las bragas y pongo mis labios sobre tu coño. Coño negro., Coño peludo, coño, sabroso, un coño al que tenía ganas. Alterno tu boca con mi boca. No gritas, sólo suspiras. Llaman a la puerta. Esperaba esta llamada. Quito el pie. Entra Lola. Nos ve como estamos. Tú y yo habíamos acordado pervertirla. Es la ocasión. Lola hace un intento de retirada, un intento suave. No puede apartar los ojos de tu postura: las bragas en los talones y la falda cubriendo todo tu cuerpo. Estás sentada, arrebolada, yo de pie, también convulsionado. Mi pantalón, aun intacto, muestra el efecto de tu afecto. Lola intenta decir algo, pero no se atreve. Las evidencias son muchas. Yo la abrazo por el cuello, y la acerco. Ella pone cierta residencia aunque cede. Tú estás muy cerca. Beso tus labios y los de ella al mismo tiempo. Te doy el relevo como en una carrera. Tú parece que lo tomas con energías. Corres un primer esplín. Os miro cautivado: es el beso que no cesa. Vuelvo a meter, mi mano bajo tu falda. Tú separas las piernas sin dejar de acariciar la cara de Lola. Lola, contra todo pronostico, ha cerrado los ojos y avanza su mano hacia tu pelo, hacia tu brazo, aún no se define. Parece que cuenta los dedos en el aire. Son unos dedos menudos, suaves. Lleva las uñas pintadas. Lola siempre lleva las unas pintadas. Son unas para arañar o presumir o tal vez par ocultar que también sirven para acariciar. Esta vez las muestra para lo que son: como algo con qué jugar. Algo que se ha parado ahí sorprendido. Esta mano que camina hacia tu seno, y ahora lo sé, erguido y suave, estas uñas en las que tú no reparas porque te ocupas de los labios de Lola, te ocupas del cuello de Lola, del pelo corto de Lola, -tú no ves las uñas pintadas suspendidas en el aire esa milésima de segundo- el tiempo suficiente para que las uñas alcancen toda su dimensión evocadora llenas de timidez y audacia, repletas de deseo y ávidas de aventuras. Yo os miro desde cerca, como espectador, ¿soy expectante o estoy expectante? en todo caso sorprendido. Es la fotografía del momento: un primer plano de la mano que se paraliza en una duda entre la caricia y el desgarro. Brillan las uñas sobre las blancas camisas con puntillas que palpitan y labios que se juntan. Deslizo suavemente mi mano por tus piernas al compás que las uñas se extienden para llegar hasta tu hombro y rodear tu cuello. Mi otra mano, se posa sobre la cintura de Lola. Es la cintura del pantalón y su carne erguida en ese erizarse suave de las primeras caricias. Comparo tu suavidad, ya en marcha, con el primer contacto de la piel de Lola. Son distintas pieles y una misma sensación. Sujeto la puerta con el talón de mi pie. No quiero más gente en el despacho. El equipo directivo ahora está reunido y ha tomado una importantísima decisión. No hay palabras altas. Hablan los dedos. Pienso en la competencia. Qué darían si nos sorprendieran: algunos dudarían entre ir por vosotras o por mí. Quizá alguna y alguno fuera a por todas. Pienso, sin desearlo, en la estupidez de las peleas, en la cortedad de miras que nos caracteriza.