martes, abril 29, 2008

BUENA VISTA



Como ya iniqué en anteriores publicaciones, éste es otro de los relatos, entre eróticos y poéticos, que Petronilo Marceliano Tardón amontonaba sin orden ni concierto en las libretas viejas y arrugadas. Yo me he limitado a poner algunos puntos y comas.
PAULA MARTA TEMPRANO




Como cada año acudí a una óptica para renovar los cristales de mis gafas. Entré en una tienda nueva y pequeña que me ofrecía la confianza de pertenecer a una gran cadena. En la tienda solamente estaba Ángeles. Supe su nombre porque así rezaba en un diploma expedido por la Universidad Complutense como muestra de que había realizado un curso de optimetría y contactología. La llamé Ángeles y ella respondió.
-Deseo unas gafas nuevas, aquí traigo la receta.
-La receta está bien, pero a mí me gusta medir las dioptrías de los clientes, porque las medidas de los oculistas no coinciden con las de los ópticos.
Me colocó unos aparatos delante de los ojos y comenzó sus comprobaciones.
-Está bien graduado.
-¡Menos mal!
-Ahora míreme a los ojos -dijo mientras me colocaba una montura con unos cristales especiales.
La bata blanca transparentaba su ropa interior.
-Es muy agradable mirarte a los ojos, los tienes muy bonitos.
Ella rió.
-También tengo que mirarte a los labios, soy incapaz de no mirarte a los labios.
-¡No, no! Debe mirarme a los ojos. ¿Cómo me ve?
-Muy bien, tienes una cintura perfecta.
-- Es que bailo cuando salgo de aquí.
-- Ya se nota, tus muslos son redondos y carnosos, firmes como columnas.
-- Hago mucha gimnasia.
-- ¡Que bien te veo los pechos! ¿Cómo haces para mantenerlos tan firmes?
-- Me ducho cada día con agua helada, para endurecerlos.
-- Con estas gafas que me has puesto, que parecen traspasar las ropas, veo hasta la melenita de ahí abajo. La tienes muy arreglada.
-- Voy a la peluquería cada semana. Tengo dibujado un corazón.
-- Además el pelo de tu coño es muy negro...
-- Me lo cuido y lo perfumo cuidadosamente.
-- Noto crecer tus pezones.
-- Yo noto como crece tu ánimo.
-- Oigo la sonrisa entera de tu cuerpo.
-- Y yo la alegría y el ritmo del tuyo.
-- Quiero tus manos sobre mi nuca.
-- Y yo las tuyas sobre mi cintura.
-- Escucho tu aliento en mi oído.
-- Acaricia mi boca con tus labios.
-- Hunde tu mano en mi pecho.
-- Suelta el botón de mi bata.
-- Oigo el latido de tu sangre entre mis dedos.
-- Bebo del lóbulo de tus orejas.
-- El cántaro de miel se derrama en mi mano.
-- El vello de tu espalda cosquillea la palma de la mía.
-- La suavidad de tu piel eriza mis cabellos.
-- El olor de tu axila excita mis sentidos.
-- Las caricias de tus yemas alagan mi hombría.
-- ¡Bésame, Bésame fuerte a hora mismo!
-- Bebamos juntos este vaso de vino dulce. Quiero comer tu manzana y beber en tu fuente.
-- Ábreme la bata y piérdete entre mis montañas.
-- Tus pechos saben a cerezas del Valle del Jerte.
-- Tu pecho es como el roble rotundo de la sierra.
-- Tu piel es como el musgo suave del otoño.
-- Tus hombros se arquean como las montañas en erupción.
-- Tu cintura se mueve al ritmo suave de un bolero.
-- Desciende por mi piel hasta el infinito.
-- Busco en el río de tu espalda y llego hasta la presa de tus bragas.
-- Quítame la bata.
-- Quítame la camisa.
-- Libera mis pechos que quieren ir junto al tuyo.
-- Siempre tuve dificultades con este broche.
-- Ahora.
-- Tus pezones se clavan en mis pezones. Deja que los abrase con mis labios.
-- Tu cintura tiembla con mis caricias. Siento tus pantalones sobre mis muslos.
-- Desabrocha el cinturón y deja que caigan los impedimentos.
-- ¡Bésame, bésame en los hombros! ¡ Muérdeme, muérdeme las orejas!
-- Tus pendientes, perlas, saben frescos sobre mi lengua.
-- Tu barba dura acaricia mi cuello, tus manos fuertes acarician mis caderas. ¡Atiende a mis palomas!
-- Tus palomas se acurrucan en mi bosque, pican mi trigo. Mi escorpión se despierta.
-- No es un escorpión, sino fuente de exquisita ambrosía, esencia de flores silvestres. Tu olor es a tomillo y jara seca.
-- Voy a perderme en la selva húmeda de tus caderas hacia la cueva útil de la vida.
-- Camina primero por los alrededores, perfuma con tu aliento mis rodillas.
-- Suaves como la seda, fuertes como columnas de nácar.
-- Despójame de tapujos. Deja libre mi libertad.
-- Sube a la mesa y ayúdame en el empeño.
-- No sueltes mis manos. Mis manos no pueden desprenderse de tu espalda.
-- Mi lengua desciende por las pendientes divinas en busca del arroyo claro.
-- Sube al monte, baja al llano, enreda en la floresta hasta encontrar la fontana de jade.
-- Tus manos sobre mi cabeza, tus dedos cardan mi pelo...
-- Tus manos sobre mis nalgas: enarco mi cintura para ofrecerte mi cuenco.
-- Descansa tus pies sobre mis hombros, saboreo tus licores, veo tu emblema, huelo tus perfumes, palpo con mi lengua como se abre el libro de las delicias, en las yemas de mis dedos despiertan aún más tus pezones.
-- No hables, amor, no hables, que tu lengua no malgaste el tiempo. Sube a la mesa, descansa en mi pecho tu árbol que mis palomas quieren anidar en él.
-- Que tus pichones engoren mis huevos hasta que fluya la alegría de la vida.
-- Ahora calla. Mi boca se ocupa de tu simiente y tu boca sacia la sed en mi pozo. Que tus manos descansen en mis muslos y las mías en los tuyos. Así unidos conoceremos nuestros secretos.
-- Quiero volver a tus labios. Juntar nuestras bocas. Jugar un cuerpo a cuerpo hasta alcanzar la victoria final.
-- Corre, amor, mi lengua anhela tu lengua.
-- Entro en ti a golpe de tambor. La paz se consigue abrazados.
-- Boca con boca, pecho con pecho, espoleemos el corcel del deseo.
-- Cabalgo por el mejor de los caminos.
-- No tengas prisa, amor, el sol brilla alto y no es él quien ciega mis ojos.
-- Saltemos todas las vallas. Los caballos galopan al unísono. ¿Oyes los cascos en tu pecho?
-- Quiero saltar el último obstáculo, no aguanto más la angustia de la llegada.
-- Bebamos juntos el trago del dulce vino.
-- Derrama en mi tu botella, llena mi copa hasta que rebose.
-- Brindemos ahora, apuremos la copa.
-- ¡Qué borrachera!
-- ¡Qué embriaguez!
-- Descansemos nuestros sudores, gocemos del reposo.
-- Mañana brindaremos de nuevo.
-- Mañana andaremos nuevos caminos.

viernes, abril 18, 2008

EN LA CARRETERA

Esta aventura la encontré en un cuaderno de viajes de los que suele llevar Petronilo Marceliano Tardón en el bolsillo. No creo que sea veredad, pero posiblemente fue en una moto y lo penso y estoy segura que lo del auto stop es cierto. ¡Tendríais que conocer a Tardón!
Paula Marta Temprano, periodista
EN LA CARRETERA



Jack Keruac murió y Cela ya también, sin embargo andar por esos caminos sin rumbo permanece como un placer divino al alcance de casi todos los humanos desde los tiempos de Homero y Ulises. Vagabundear días enteros con una mochila repleta de sueños y la imaginación libre, desentumece músculos, acostumbra la vista a los grandes horizontes y entretiene la mente en las cosas menudas por cualquier vereda nueva. Ahora bien, las largas andaduras en solitario acaban produciendo un tedio que conduce inexorablemente a desear el punto de partida.
Algo de esto me ocurrió en cierta ocasión. Había tomado ruta y caminaba por los riberos del Tajo allá en Cáceres donde el río se atrinchera y sus aguas se tranquilizan en pantanos. Había recorrido unos veinte kilómetros: cinco horas a buena marcha. Había parado sólo para comer un poco y beber de la cantimplora. El cansancio y el aburrimiento amenazaban. El silencio de la soledad, se dejaba oír. Me encontraba en un punto medio de difícil vuelta atrás: diez kilómetros de la meta y veinte de la salida, un punto de no retorno, ni en el espacio ni en el tiempo porque los caminos, una vez iniciados, no permiten la vuelta atrás.
El lugar, el idóneo para escuchar el canto de las sirenas, un puente sobre el río Almonte cuando sus aguas, siempre tranquilas, se embalsan en las hondonadas, frente a un cerro pobladísimo de encinas en medio del agua, en forma de peludo monte de Venus.
Me paré a contemplar el singular cerro. El puente se me antojaba unas bragas a media hasta. Me soñé barco hacia los sótanos de Victoria Abril en aquella inolvidable película de Almodovar. Terminé de cruzar el puente. Me senté en un pretil para seguir admirando aquellos muslos de agua, mansos y cálidos. A falta de chaise longe, recostado voluptuosamente sobre la propia piedra, entoné con Sara el fumando espero...
Con cierto sentimiento de derrota decidí a pedir auxilio a cualquier vehículo que pasara. Sin renunciar a la aventura del caminante, incorporaba el factor suerte a mi odisea. La paz absoluta, los coches escasísimos. Paró una moto de gran cilindrada guiada por alguien totalmente vestido de cuero negro. Una persona alta. Levantó la visera y aparecieron unos hermosos ojos negros, muy penetrantes, encuadrados en unas briznas de pelo negro. No había labios, no había nariz, sólo aquellos ojos negros...
--Sube- casi ordenó- y ponte el casco que hay detrás.
Obedecí agradecido.
--Soy mal paquete y tengo poca experiencia en montar en moto -me disculpé de antemano.
--¡No importa! agarrante fuerte a mi cintura. Cuando estés listo avisas.
La voz sonaba suave a pesar del aspecto fiero y neutro la vestimenta. Subí a la moto, coloqué el macuto a mi espalda. Me sentí seguro y cómodo.
-- Estoy listo.
-- ¿Vas a gusto?
-- Sí
-- Agárrate sin miedo a mi cintura. Nos vamos.
Un fuerte acelerón y la moto comenzó a moverse. La sensación de viajar en este tipo de vehículo es muy singular, al menos para mi que no acostumbro a utilizarlo más que cuando alguien me invita con insistencia.
Apenas iniciado el despegue recibí una recomendación, que, como anteriormente, más bien semejaba un ruego imperativo y agradable de cumplir.
-- Mete las manos en mis bolsillos laterales. ¡Te vas a helar de frío! Me gritó.
Obedecí otra vez. Mis manos pasaron de la intemperie a la calidez de los interiores. El frío sin embargo no me permitía distinguir qué tocaba. A medida que pasaba el tiempo, poco en realidad, advertí que no había prenda alguna sino piel suave y viva sin tejidos intermedios. Tímido, permanecía con las manos quietas y un tanto crispadas, quizás por el miedo a la velocidad de la moto por los riberos. Resucitado el tacto, fui tomando confianza y moviendo lentamente mis dedos. Hacia arriba, éstos encontraron las cálidas curvas de unos pechos acogedores. No hube de avanzar mucho para tocar las rugosidades granulosillas del peciolo erguido. La mano izquierda aventurándose por bajo de la cintura, encontró la simpatía de una suave vellosidad no excesivamente abundante. Logrados estos puntos referenciales, me agazapé. No moví más los dedos. Mi atrevimiento me parecía suficiente si consideramos que la velocidad superaba los ciento treinta kilómetros por hora.
Quizá fuera entonces, al advertir mi inseguridad en sus interioridades, pero al mismo tiempo mi curiosidad y afición, cuando sonó de nuevo aquella voz , ahora ya cantarina para mis oídos, en el tono de siempre.
-- El pantalón dispone de una cremallera por atrás, puedes hacer uso de ella.
Abandoné el tacto de las redondeces pectorales para comprobar la información. En efecto, por atrás había una cremallera que abrí hacia adelante. La voz facilitó la acción inclinándose hacia los manillares. Mi mano izquierda sintió el fresco del aire que entraba por la ventana recién abierta. Desde allí procuré una mayor apertura pero tampoco excesiva. Igualmente, una vez el campo expedito, descorrí la apertura delantera de mis pantalones y puse a disposición de aquel culo ese trozo de carne mío que a pesar de la velocidad y los inconvenientes de las posturas se había desarrollado de manera armónica y funcional.
Quien conducía, habiendo vivido sin duda situaciones similares, facilitó la acción. Se inclinó lo suficiente hacia adelante como para permitirme que jugara a gusto en el cuarto trasero. Mi mano derecha de nuevo en su falso bolsillo tocaba el violón en un aficionado piccicato.
Alcanzábamos las tejas de Cáceres y la moto no bajaba de velocidad. Hubo de llegar un semáforo para que yo, aprovechando la inclinación y la breve parada, colocara con entusiasmos y tino mi astil en el ojal.
-- ¡Date prisa, que nos queda poco camino! -me animó.
Así lo hice. Ya en materia, no había necesidad de moverse más que lo que marcaba la marcha de la máquina. Mi mano derecha jugaba entusiasmada con dos pezones crecientes e hinchados, mientras mi mano izquierda se perdía en la selva acariciando un tronquito que crecía junto a un lago frondoso. Mi estaca hurgaba en aguas profundas.
Junto a la plaza de toros sentí un escalofrío por la espalda. La moto realizó un quiebro espasmódico recuperando al instante su normal línea recta. Mi punto de destino se acercaba: había comentado mi deseo de quedarme junto a la fuente luminosa de Cánovas, una especie de homenaje de mi juventud a tantos pasos. El viaje además de cómodo había resultado gratificante.
La moto dobló por la avenida de San Pedro. Paró junto a la fuente. Saqué las manos y cerré su cremallera y la mía. Me apeé con la mochila a cuestas. Quería despedirme al menos con un beso sino con una cita. Me quité el casco,
-- Dame un beso dije, y dime como te llamas.
-- Mario. ¿A que no está tan mal hacerlo con un operado? -me contestó aún con la cara tapada y sin dejarme ver sus labios.
Cánovas arriba, en dirección a la estación del tren, revivía la reciente e increíble aventura. Vi como una antigua novia se peleaba con dos chiquillos, al parecer hijos suyos. Nos dimos un abrazo y tomamos juntos un café. Henry Miller tampoco descansaba...

domingo, abril 13, 2008

LA DOCTORA

Otro relato de los que rescató Paula Marta Temprano de las viejas y sudadas libretas de Petronilo Marceliano Tardón, es La doctora. Los visos de realidad parecen escasos, pero en unas notas encontradas en la página contigua a la narración, PMT había escrito: "suceso real: ojo con los nombres propios." De donde podría colegirse que a pesar de la aparente inverosímil, quizás todo sucediera como secuenta.
LA DOCTORA


Aquella doctora me radiografió con la mirada.
-Siéntese -ordenó seca.
Buscó un formulario de respuestas. Mi dolencia, sin mucha importancia aparentemente, consistía en molestias sobre una rodilla, causadas quizás por algún golpe o algún esfuerzo excesivo.
La doctora, según otros enfermos, se mostraba distante y profesional con los pacientes. No gastaba más palabras de las necesarias. Algunos opinaban de ella que era dura.
Cuando hube contestado a una serie de preguntas sobre las características de mi sufrimiento, el grado de giro de mi pierna, la hinchazón de la parte enferma, volvió a ordenarme.
-¡Póngase en pie y camine! ¿Es usted muy tímido?
-No en exceso -contesté.
-Pues quítese los pantalones y camine como si fuera usted una modelo, como si anduviera por una pasarela, como si llevara tacones.
Lo intenté, pero no salí muy airoso. La doctora me volvió a increpar.
-¡Más decidido, más elegante, hombre, que no es un inválido!
Volví a recorrer la sala con la mejor intención pero no a gusto de ella, tal vez así no podía calibrar del todo donde se alojaba el mal ni el grado del mismo. Se puso en pie enérgicamente. Se levantó la falda hasta la cintura y de esta guisa, dándome la espalda, recorrió los cinco metros de la sala cumpliendo exactamente lo que me ordenaba. Se subía sobre unos leves y anchos tacones, cruzaba las puntas de los pies dibujando una línea recta, movía las caderas con garbo, en un andar suave como el de los gatos. Lógicamente, asombrado por su proceder, obnubilado por la textura de su carne y por la poca ropa que le cubría, - apenas una ligera raya negra que se hundía en lo más encrespado del valle, hijo de aquellas dos montañas gemelas, como un mínimo río- no me fijé tanto en las rodillas, pero parecía que no las doblaba. Cuando se dio la vuelta reparé en el pantano, también negro, sobre el que desembocaba- "¿por qué acequia escondida/ agua vienes a mí?" recordé a Machado- aquel hilo prometedor de la otra cara. De vuelta, caminando hacia mí de la misma manera, impertérrita, elegante, con una mano sobre la cintura, como los toreros hacen el paseillo, la cabeza alta, advertí que la punta de los zapatos no era fina, zapatos cómodos. No llevaba medias.
-Ande usted así que yo vea como mueve usted las caderas igual que ha visto usted las mías -volvió a ordenar-. Es muy importante porque observaré si una pierna se le ha quedado más larga que otra o la lesión es solo superficial.
Me miraba a los ojos mientras se explicaba. Yo, sin embargo me distraía con unos pelillos rubios largos pero no muy abundantes, que jugaban a salirse entre los calados de las bragas negras. ¿Era rubia y se teñía el pelo de la cabeza, o era morena y se había teñido el bello púbico?
-¡Míreme!
Se giró y volvió a caminar parsimoniosa y decidida sobre la línea recta, la falda levantada, movía de forma cadenciosa y en equilibrio perfecto ambas nalgas. Cuando llegó al fondo del despacho, se inclinó hacia adelante para tocar la punta de sus zapatos con la punta de los dedos de las manos sin flexionar las rodillas.
Tanto espectáculo me había levantado el orgullo. Me llamó de nuevo.
-Acérquese aquí y flexione las rodillas.
Mi tipo no es precisamente atlético, las rótulas de mi espalda dan para poco juego y mis manos no llegaron mucho más abajo de las rodillas. Ella me ayudó. Tomándome por detrás los brazos y echándose encima de mí intentaba influir para que mis flexiones fueran más correctas. En uno de los intentos rozó mi ánimo, supongo que sin intenciones, de manera delicada.
-Fíjese de nuevo en mí -dijo.
Esta vez apoyaba las manos sobre la estantería metálicas y estiraba las piernas casi abiertas en compás. Yo me fijé en el abultamiento oferente. Con un leve movimiento de dedos descubrí el lago cubierto de juncos lacios. Puse mi bomba en su sitio por donde entró con facilidad en la cálida incertidumbre. Ella suspiró. Mis manos jugaron sobre la blusa y sentí como el viento del suspiro erizaba los puntos altos de los montes gemelos. Mordí con suavidad el cuello. Un bombeo más y sentí como sus rodillas se flexionaban. Las respiraciones, ya casi acompasadas, caminaban hacia el huracán. Mis rodillas se doblaban: no sentía ninguna molestia. Salí. Ella me miró a los ojos y yo a ella. Apenas nos rozamos los labios. No nos habíamos despeinado.
-Puedes vestirte -volvió a ordenarme.
Mientras me puse los pantalones ella se colocó el vestido.
-Siéntate.
Obedecí de nuevo, un tanto acalorado. Su rostro apenas denotaba emoción alguna a no ser por ese rubor exquisito de manzana madura en sus mejillas.
Continuó con el protocolo. Tachó las casillas correspondientes y escribió algo al final. En otro papel escribió una nueva orden para otra revisión de coyuntura.
-Vete ahora mismo y que te hagan una radiografía. La rodilla, al parecer no está mal del todo pero es necesario repetir el examen con más datos.
Yo sólo pude preguntar:
-En tu casa o en la mía.
-No, No, -contestó ella con energía-, aquí, en la consulta, y a la misma hora dentro de dos días.

23 y 27 de agosto,