miércoles, noviembre 07, 2007

OPERACIÓN BALALAIKA CAPÍTULO IV

Capítulo 4

Víctor Fernández acudió puntual a la cita que la voz del hombre desconocido le había fijado en la plaza de Alonso Martínez. En la calle, el bullicio propio de un viernes por la tarde. Grupos de jóvenes, vestidos acorde con las tribus urbanas que les convocaban, abarrotaban las aceras ignorándose unos a otros. Muchachas de estética gótica, “progres” perfumadas, pijas de tacones, mozos con raptas, gomina en el pelo, barbas y melenas, siniestros de negras capas, todos moviéndose aunque todavía no habían dado las doce, hora del escopetazo para montar el botellón en la plaza a la que se asoma el Ilustre colegio de Doctores y Licenciados del que Víctor Fernández es miembro, como doctor en Lengua y Literatura Española. “No sabría en qué moda encuadrarme –pensó Víctor Fernández- y no soy viejo, pero no entiendo las aspiraciones de estos muchachos.” Se perdió, mientras subía desde la Calle Santa Teresa hasta Alonso Martínez, en sus años jóvenes cuando, mientras trabajaba de camarero, aprendía a tocar la guitarra para ligarse a las extranjeras en las playas de Alicante. Y allí, entre canción y canción, rumba y rumba, se acercaron los labios de aquella rubia jovencísima que hablaba un francés que él se apresuraba a intuir más que comprender y ella entre risas y suspiros de España le acercaba los morritos empeñada en proporcionarle la apertura justa para pronunciar la dichosa “u”. Pero él sabía a qué aspiraba: quería licenciarse en Filosofía y Letras. Componía poemas mientras servía platos, que maltraducía para la rubia francesa. Las poesías se complicaron y terminaron al compás que el verano en una habitación de mala muerte a los alrededores de la estación de Atocha. ¡Hacía tantos años de aquello! Fueron años duros, donde no hubo un momento para las manifestaciones callejeras ni para pensar en la protesta de los estudiantes. Más bien las algaradas servían para aprovechar y hablar con los profesores menos díscolos con la dictadura de Franco, y aprobar asignaturas que si no hubiera sido así, hubieran resultado más duras, se lo confesaba Víctor Fernández a sí mismo. Nunca podría explicárselo a nadie porque nadie le creería.

Llegaba a la cafetería Santander. Pasó por la acera Sagasta delante de la cristalera, con la intención de descubrir a quien le esperaba. Difícil empeño, porque la tintura de los cristales impide observar a los clientes de dentro. No obstante, creyó distinguir a un hombre sentado en una mesa del rincón más interior, con la espalda apoyada en la pared. Volvió hacia la puerta. “Cuidado con el escalón” rezaba un cartel adherido al cristal. Observó como el hombre que aparentaba leer el periódico le miraba. No había duda: era él. El desconocido también hizo un gesto de interés. Víctor Fernández se acerca sonriente casi con la mano tendida. El hombre se levanta y tiende la mano. El es tan alto como Víctor. Se miran y se miden: Víctor con curiosidad, el hombre con precaución.

--Soy Víctor Fernández y hablé contigo la otra noche.

--Y yo, Jorge Roa Teruel. Efectivamente hablamos.

--Sí hablamos sobre Inés Gheorovna.

--Claro, yo soy su novio y tú el amigo de Emma Sviatosllavovna ¿No es así?

-- Sí, sí, por supuesto.

Víctor hace un gesto para sentarse frente a Jorge y Jorge lo imita. Pasan ese momento difícil que nadie sabe de qué hablar. Víctor Fernández rompe el hielo.

--Ya sabes que Emma vendrá dentro de quince días y desea encontrarse con Inés.

-- Ella también desea ver a las antiguas compañeras, pero tal vez no sea excesivamente fácil.

--¿Por qué?

--Por que las cosas han cambiado mucho. Tú sabes, me imagino, que Inés también llegó aquí con un grupo de niños de acogida y no regresó a Bielorrusia.

--No. No lo sabía. Pensaba que había venido con todos los permisos y que había vuelto a su país.

--Bueno, ahora sí tiene todos los permisos y permanece en nuestro país de manera legal pero durante los dos tres primeros años, si volvía a su a Bielorrusia corría un grave peligro de que la encarcelaran.

--Pero ella ha vuelto, ¿no?

--Sí, hemos ido los dos, pero para ello hubo que asegurarse que la dejarían regresar. El empeño registró sus dificultades. Nadie que no lo haya sufrido sabe lo que significa la emigración clandestina: extranjeros en todas partes.

--Bueno, pero regresó como ella quería.

--Pero lo pasamos francamente mal: Ella, yo la familia de ella y la mía.

Aunque no todas, un buen número de mesas estaban ocupadas en la cafetería. No había jóvenes sólo personas entre los cuarenta y los setenta, gente madura de la zona que salía a merendar. Se acercó un camarero clásico: vestido de negro y, sobre el traje, un inmenso delantal blanco cruzado a la espalda.

--¿Qué les sirvo a los señores?

Jorge Roa Teruel había consumido media taza de café a. Víctor se decidió por una cerveza de presión.

--¿Para comer?

Agradecieron la oferta y no pidieron nada.

--¿Cómo conociste a Inés? – se lanzó Víctor Fernández.

--Sería largo de contar -se echó hacia atrás en la silla Paulino Méndez- pero te lo puedo resumir en cuatro palabras. Acogíamos a un niño, Inés Gheorovna vivía con nosotros y mi mujer empezó a sospechar que la amistad entre Inés iba más allá de lo convencional, y, aunque no era cierto, aquello se convirtió en un infierno. Yo busqué otro alojamiento para Inés, pero diariamente la veíamos porque el niño seguía con nosotros y no podíamos ni queríamos cederlo a nadie. Mi mujer insultaba a Inés. Inés, muy responsable, no le contestaba. Intentó pegar al niño. Inés no quería intervenir, pero tampoco podía eludir su responsabilidad. Yo me deprimía y amenacé a mi mujer. Mi mujer me denunció a la policía. Me dictaron una orden de alejamiento. Sufrí una depresión de caballo. Inés a su vez, no deseaba pasar por mi casa. Mandó a otra compañera. Mi mujer contó lo que quiso. A Inés Gheorovna la denunció la compañera. La historia, todo lo falseada que se quiera, llegó al marido de Inés. La llamó amenazándola. También llegó una carta de Minsk relevándola de su trabajo y cediendo la coordinación a la compañera que la denunció. Me entrevisté con Inés de nuevo. Me contó llorando que la vuelta a su país se le presentaba grave: podrían condenarla a cárcel y, sin duda, ya había perdido su puesto de trabajo.

--Y tú le ofreciste un empleo.

--Exactamente. Yo me había quedado en la calle. Nada de lo que guardaba en mi casa me pertenecía. Busqué un apartamento pequeño. Inés dudó, pero aceptó mi oferta. Tampoco tenía nada y el panorama que se le presentaba a su regreso no era precisamente halagüeño.

--Comenzasteis a vivir juntos -concluyó Víctor Fernández.

--Eso es.

--Pues Emma quiere ver a Inés, según me dijo por teléfono. ¿Por que Emma no tenía el número de Inés?

--Nos cambiamos de casa y de trabajo. Ahí debió perderse. Tampoco se comunicaban mucho.

--¿En qué trabajáis ahora?

--Seguimos con los seguros.

--¿Los dos con la misma compañía?

--Trabajamos para varias. Tenemos una correduría en Majadahonda, Seguros Roa y asesoramos. Ahora nos va bien, aunque siguen las depresiones.

--Duro el trabajo de los seguros, ¿verdad?

--Agobiante: es el ansia por vender y mantener los clientes. A veces llegas a casa sin deseos de hablar con nadie. Has hablado en exceso durante toda la jornada. ¿Y tú a que te dedicas?

--Yo soy profesor en un instituto.

--Y por eso conoces a la rusa.

--La conozco de las terrazas del pueblo, pero sí influye el oficio.

--Ya.

Se hacía de nuevo el silencio pesado que se produce cuando ya está dicho todo lo superficial y resta por concretar lo imprescindible. Nadie se atreve a dar el siguiente paso: el motivo del encuentro. Víctor Fernández, de nuevo lo rompió.

--¿Quedamos pues cuando llegue Emma?

--No lo sé – duda Jorge Roa Teruel- Inés aún no lo sabe.

--¿Cómo? ¿No le has dicho que te encontraría conmigo porque Emma quería verla?

--No. Antes quería conocerte y ver que pretendías.

--Yo no pretendo nada. Yo doy clases en el instituto Complutense se Alcalá de Henares, conocí hace dos años a Emma, mantengo una buena amistad con ella y nos llamamos con frecuencia. Eso es todo.

--¿Y os habéis enamorado?

--Dejémoslo en una buena amistad.

--Cuidado con tu matrimonio, porque me imagino que estás casado.

--Sí, pero mi matrimonio marcha por otros derroteros. No te cuento nada porque yo también me deprimo. Los somníferos son mis aliados...

Víctor Fernández, notaba que Jorge se le escapaba sin una respuesta concreta sobre el encuentro entre las dos antiguas compañeras de estudio, y era lo único que le interesaba. Insistió. Utilizó la técnica del despido. Llamó al camarero.

--Deja. Invito yo –se ofreció Jorge.

--Yo me tengo que marchar. Ya son casi las diez y he quedado a las once en la plaza Cervantes de Alcalá de Henares. Nos vemos cuando llegue Emma.

--Sí, pero yo te llamo –respondió rápido Jorge Roa-¿De acuerdo?

A Víctor no le importaba. Ya disponía la manera de encontrar su teléfono y de localizaría a Inés. La historia que le había contado coincidía en parte con lo que había contado Larissa. Salió de la cafetería Santander y se perdió Santa Barbar abajo. A la altura del Colegio de Licenciados, se paró para observar si Jorge le seguía. Pensaba en Emma Sviatosllavovna, pensaba en Inés, pensaba en el encuentro de las amigas y se compadecía del tal Jorge y la melodramática historia que le había contado. Resultaba extraña, pero verosímil.

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