sábado, noviembre 03, 2007

OPERACIÓN BALALAIKA III

Capítulo 3

Cuando Víctor Fernández recibió la llamada de Emma Sviatosllavovna desde Minsk avisando de su llegada, se comunicaron en español. Víctor Fernández no habla ruso, pero podían hacerlo en francés o en inglés perfectamente. Había razones para dialogar en español: el marido de Emma no lo entendía, mientras que chapurreaba un poco el francés y dominaba ingles. El marido presenciaba la conversación comprometedora para Emma que versaba sobre los deseos de abrazarse y las horas que faltaba para encontrarse Víctor Fernández y ella. Además de palabras de amor, había un encargo: Víctor Fernández debía encontrar a Inés Tarásovna, amiga de carrera, profesora de español, que vivía en Madrid. Hacía mucho tiempo que no se veían, pero era necesario encontrarse en esta visita. Emma le traía algunos presentes personales y además el encuentro de la Asociación de Profesores de Español presentaba una buena excusa para saludarse de nuevo y contarse la aventura del vivir cada día. Víctor Fernández, dispuesto a cumplir cualquier condición con tal de volver a temblar bajo a la mirada triste de Emma Sviatoslavovna, se ofreció solícito a efectuar tantos cuantos deberes le colocara esta mujer. La conversación con Emma terminó y acto seguido Víctor Fernández se puso a urdir cómo entrar en contacto con Inés. Emma ignoraba la dirección y las andanzas de su antigua amiga, localizarla quedaba en manos de Víctor Fernández. ¿A quien podía llamar? Pensó en Margarita Flores y en Pascual Calle, que cada año acogían a Nadia. Además. Margarita Flores había introducido en el pueblo la inquietud por la acogida. Sin embargo no se atrevía a llamarla. Debía buscar una excusa. No le podía decir que le había encargado Emma localizar a su amiga Inés Tarásovna. Margarita Flores, muy buena persona pero muy primaria en las reacciones de los sentimientos, se sentiría celosa de que no le hubiera llamado a ella. Pero no disponía de otras referencias, así pues el empeño se dirigía a inventarse una justificación para la llamada. Descartó en primer lugar ofrecerle regalos para los niños. Eso le gustaría, pero lo gestionaría ella misma. Pensó en poder hacer una donación que fuera útil al colegio del que procedían la mayoría de los niños. ¿Qué podía ofrecer que tuviera esas cualidades? Había escuchado a Emma que en su ciudad, todos los técnicos eran muy buenos. La necesidad obliga. Cualquier aparato averiado conseguían ponerlo en funcionamiento. Si no encontraban la pieza de repuesto la fabricaban ellos mismo de manera artesanal, no en vano los estudios técnicos y el diseño de útiles constituían parte fundamental de su formación. Recordó a Pepe Martín Buenadicha, Jefe de Estudio del Instituto Complutense de Alcalá de Henares, donde él trabajaba. Pepe, además se ser su jefe de estudios, no le caía excesivamente bien. Le parecía pedante, pero en un estilo diferente al propio. Además era inteligente: las cazaba al vuelo y a él le dejaba poco espacio para el lucimiento, y eso, irremediablemente, le enfurecía y le despertaba toda su soberbia, pero ahora le necesitaba. Pepe Buenadicha le había hablado de dos fotocopiadoras usadas pero que, con una limpieza a fondo, podrían servir en cualquier lugar. Le llamaría para preguntar si seguía la oferta aunque le daba repeluzno. ¿O llamaba directamente a Margarita Flores para preguntarle con quién debía ponerse en contacto para organizar el transporte de dos fotocopiadoras a Bielorrusia? Parecía interesante la propuesta, sin embargo habría que formular las preguntas de manera adecuada para obtener el teléfono del siguiente escalón de la organización a quien podría preguntar por el paradero de Inés. Se arriesgó con Pepe. El asunto debía resolverlo aquella misma semana. La próxima, mediados de julio, llegaría Emma y debía hacerle el regalo del reencuentro con la compañera de estudios.

Pepe no había llegado aún al instituto, y no utilizaba móvil, afirmaba que no le gustaba que le localizasen. Optó por llamarlo a su casa. Lo encontró y le confirmo la disponibilidad de las fotocopiadoras. Acto seguido llamó a Margarita Flores.

--Hola Margarita, soy Víctor Fernández. Tengo una buena noticia para las escuelas de Minsk. Me regalan dos fotocopiadoras para ellos, pero tiene que ser la cabeza de la asociación que se encarga de traer los niños de Bielorrusia quien firme los papeles.

--¡Qué bien! ¿Y quien es el generoso o la generosa?

--Por ahí. El donante es mi instituto, El Complutense de Alcalá, pero necesitan la firma de la asociación para justificar por qué se dan de baja las máquinas. Así pues eso requiere el teléfono del presidente o presidenta de la asociación para poder explicar el procedimiento y organizar además el transporte.

--Yo mismo les llamo y les pongo en contacto.

--Preferiría hacerlo yo porque tú no conoces al donante y tienen que verse el presidente y el director del instituto para solventar estos temas de papeles.

Margarita Flores facilitó un teléfono a Víctor Fernández y cinco minutos después hablaba con el presidente de la Asociación Madrileña de Acogida de Niños con Catástrofes Nucleares.

Resultó ser un hombre resolutivo y voluntarioso que se mostró encantado de la donación de las fotocopiadoras. Confirmó lo que Emma había anunciado. Los técnicos, acostumbrados a la escasez, se mostraban capaces de reparar los más extraños artilugios con los mínimos instrumentos. Concertaron una cita para visitar el instituto, observar el estado de las fotocopiadoras y valorar si, a pesar de las buenas manos de los técnicos bielorrusos, había posibilidad de suministrarles algunos recambios, o su habilidad les permitiría repararlas allí. Resultó más complicado hablar de Inés. El hombre, simpático, se mostró bastante reservado al respecto. Dijo no saber nada de ella, aunque le sonaba el nombre, porque hacía dos años él mismo debió afrontar con coraje y cierto peligro de que no volvieran los niños a España, la justificación de la deserción de Inés. No obstante, todas las pegas encontradas con las autoridades locales, se resolvieron una vez que se logró hablar con el equivalente al ministerio de Educación de Bielorrusia. En definitiva, vinieron a decirle que si una maestra se largaba del país, un sueldo menos que había que costear. Dieron poca importancia a la escapada de Inés pero con la advertencia de que si volvía nunca más trabajaría de profesora y posiblemente pasaría por un tribunal que juzgaría su responsabilidad por abandono de obligaciones. Él ignoraba donde podría parar, así pues concertaron una cita para ver las fotocopiadoras. A Víctor Fernández no le pareció oportuno insistir sobre el asunto. Prefirió conocer cara a cara al presidente de la asociación. Pero tampoco resultaba sencillo. Le comunicó que mandaría a una compañera, la secretaria general, para que juntos evaluaran la utilidad de las máquinas donadas.

La secretaria de la asociación, con quien quedó aquella misma tarde, para el día siguiente, resultó ser una mujer elegante y simpática. Se preocupaba por los niños bielorrusos porque una hija suya había superado una leucemia juvenil gracias a la donación de médula de un desconocido. En agradecimiento, ella se ocupaba de ayudar a niños desconocidos en riesgo de enfermedades parecidas. Quedaron directamente en Alcalá en el Instituto Complutense, así no necesitarían los trucos del periódico y el color del vestido. El amigo Pepe Buenadicha les enseñó las máquinas y a la mujer, que dijo ser abogada de una empresa de seguros, le parecieron idóneas para la segunda vida que se les encomendaba. Pepe les invitó a una cerveza sin alcohol en la cafetería del centro de estudios, y se citaron para mediados de mes julio cuando los estudiantes y profesores ya estuvieran de vacaciones aunque permanecieran por el centro el equipo directivo. Sería el momento de recoger las fotocopiadoras. Después, el instituto cerraría sus puertas hasta septiembre.

Víctor Fernández supo por Adela de los Montes que, tanto ella como el presidente de la asociación, se conocían porque coincidían en la misa de los domingos en la parroquia. Víctor también afirmó ser católico, aunque poco practicante si bien acudía misa muchos domingos acompañando a su mujer y a su hija.

Víctor Fernández debía sacar información a la dama parlanchina. Como por casualidad dejó caer el nombre de Inés Tarásovna.

--¿Conoces a Inés Tarásovna? –preguntó interesada.

--No. Pero estudió con una amiga mía que viene con los niños la próxima semana y me ha encargado que la busque.

--Yo no sé si ella está interesada en volver a saber nada de su país, pero creo que la puedo localizar. La conocí cuando llegó aquí, me contó lo mal que lo pasaba. Su marido la pegaba y andaba continuamente borracho. Aquí se juntó con un conocido mío corredor de seguros con quien hablo con frecuencia. Le puedo decir que la quieres ver.

--Te estaría muy agradecido –contestó Víctor Fernández con esa sonrisa agradable que también domina cuando algo le interesa.

--Dame tu teléfono y él se pone en contacto contigo.

No había más remedio. Le facilitó el número del móvil y del teléfono fijo de su casa. Había hallado la pista pero aún faltaban pasos para encontrar a la dichosa Inés Tarásovna.

Dos días después Víctor recibió una llamada. Era una voz de hombre. Víctor explicó el motivo para conocer a Inés. Fijaron una cita. Se verían al día siguiente a las siete de la tarde en la cafetería Santander de la plaza de Alonso Martínez

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