viernes, marzo 28, 2008

ENCUENTRO CLANDESTINO EN CUENCA


Otro de los relatos que salvé de los cuadernos de Petronilo Marceliano Tardón fue éste. El título que el bohemio escritor le había colocado es el que aparece bajo estas líneas, pero creí más interesnte acercarlo al lector con el título de "Encuentro clandestino en Cuenca". El adjetivo "clandestino" seduce por lo oculto y al mismo tiempo ambíguo significado. Vean, curiosos lectores y lectoras como las más dífíciles de las misiones políticas pueden terminar en gozosos encuentros.
Paula Marta Temprano.
LA CUESTIÓN DIPLOMÁTICA


Cuando me encomendaron aquella gestión yo no sabía con quien me encontraría. Se trataba de conseguir un pacto muy delicado entre los dos partidos políticos en un tema determinado y en una comarca determinada. La ambigüedad es comprensible y la discreción con que había que llevar las conversaciones, también. Creo que por eso me eligieron a mí. No soy un militante destacado ni entregado al partido, me ha gustado siempre influir en las sombras y no suelo aparecer en fotografías ni ocupo un puesto importante.
Un alto cargo me había invitado a comer un día y me encargó la misión. Me aseguró que los otros también gestionaban las condiciones para que nos reuniéramos y expusiéramos claramente lo que deseaba el otro partido. La misión, delicada, como he dicho antes, necesitaba de mucha discreción. Me dieron un número de teléfono y yo llamé. Me contestó una voz de mujer, una voz suave pero rotunda, un poco como los vinos de Rioja: terciopelo puro.
-Llamo de parte de Guerra.
-Soy Paz -dijo.
-¿¡Coincidencia, no!?
-No está mal
-Ya sabes por qué te llamo, ¿no es así?
-Efectivamente. No es precisamente una cita de amor.
-Tal vez por eso todo salga bien.
-Eso esperan de nosotros, ¿verdad?
-Efectivamente.
-¿Qué te parece el próximo viernes en Cuenca?
-No está mal.
-Comemos en el mesón de la plaza.
-Poco discreto.
-Entonces en el Parador.
-A cenar.
-Si tú quieres...
-Me han reservado ya habitación.
-¿Qué he de hacer yo?
-Reservar otra.
-De acuerdo.
-En el segundo piso.
-¿Pregunto por Paz?
-Inscríbete como Guerra.
-Recurrentes los nombres...
-Déjalo. Hasta el viernes.
Hice tal como acordamos. Llegué a Cuenca. Subí a la plaza, y me acerqué hasta el Parador, un caserón antiguo perfectamente acondicionado como hotel. Aunque no había hecho reserva, no tuve ninguna dificultad para contratar el hospedaje. La temporada de turismo había pasado. Me temía una noche de trabajo. La voz de la mujer me había sonado, suave y rotunda, pero como el vino, quizá se subiera a la cabeza y no me dejara dormir en toda la noche. Me sospechaba una noche dura.
Me acompañaron hasta el segundo piso. El pasillo, silencioso, totalmente desierto. Yo sabía, no obstante, que una de las habitaciones estaba ocupada. Entré en la habitación que me indicaron, amplia, limpia, bastante impersonal y fría como la de todos los hoteles. Comprobé el minibar repleto de bebidas: güisqui, ginebra, refrescos, cava. No tomé nada. Me desnudé y me preparé un baño. Me afeité. Me puse unos calzoncillos cómodos: me acordé de aquello que un actor preguntaba en una película: "¿Te imaginas a Henry Miller en slip?" no sabía con quien me encontraría y había que prepararse para cualquier circunstancia. Después me puse la camisa. Sólo llevaba esa. Azul celeste, discreta y elegante. Había escogido una corbata de seda verde y azul que a mí particularmente me gusta mucho. Hacía años que la tenía y pensaba que me daba buena suerte. ¡Cuestión fetichista! Me coloqué los pantalones. Lanilla suave. Azul marino, cómodos. En mangas de camisa, abrí sobre la mesa la cartera y eché otro vistazo a los papeles. Faltaba aún una hora para el encuentro. Debía concentrarme y descansar. Posiblemente la otra persona repitiera casi paso por paso mi comportamiento. Allí estaba el esquema de la estrategia. Sólo la estrategia. Del tema no debía quedar ni una sola muestra. Esa era la condición: nada firmado, nada por escrito, acuerdo verbal entre partidos. Un toma y daca que daría los frutos apetecidos en otro momento y en otro lugar, pero eso, ya no nos correspondía a nosotros.
Me tumbé sobre la cama. Me relajé. Cuando faltaban cinco minutos, me puse la chaqueta. Había que prepararse. Sonó el teléfono. Lo cogí. Volví a oír la voz con sabor a terciopelo.
-¿Estás listo?
-Cuando quieras -contesté.
-¿En tu habitación o en la mía?
-Cenamos primero. Nos vemos ahora mismo en el ascensor.
-De acuerdo.
-Cuelgo y salgo.
Yo hice exactamente eso. Ella también. Las puertas se abrieron casi de manera simultánea. Ella caminaba delante de mí. Su silueta se recortaba en el contraluz. Llevaba zapatos de tacón y unas piernas elegantes. Las caderas, voluminosas, marcadas por un traje sastre, se cerraban en una fina cintura. Media melena. En el ascensor conocí su cara. Rubia, ojos claros, nariz recta, labios carnosos, pómulos a lo Rita Haywort. Vestía de negro. Me sentí Humphrey Bogart. Sólo tenía entre sus manos un mínimo bolso. El ascensor fue para nosotros solos.
-¡Hola, tú eres Paz! -saludé.
-¡Hola, tú eres Guerra! -contestó.
-Encantado -tendí la mano.
-Tanto gusto -me la estrechó.
Tenía fuerza. Era una mano suave pero firme. Mano que no necesitaba guante para ser de acero y acariciar. Bajamos en silencio. Nos dirigimos al comedor en silencio. Nos sentamos en silencio. Nos trajeron las cartas. No soy excesivamente gurmet pero me gusta comer bien y regar las cenas con buen vino. En la ocasión pensaba en una cena muy ligera y en ausencia total de licores. Ni la más mínima sombra debía pesar sobre mi cabeza durante las conversaciones con mi compañera de mesa. Semioculto por la carta, levanté los ojos para mirarla de frente. Era muy hermosa. Leía atentamente la oferta. Me vino otro símil cinematográfico: ¿terminaríamos jugando al tute?
-¿Qué vas a tomar tú? -preguntó Paz.
-No lo he decido todavía, pero algo muy frugal: unas sopas y algo de pescado.
-Me apunto también a eso.
-Veo que te gusta comer.
-La buena mesa hace a la gente más generosa.
-Aquí en Cuenca hay una buena cocina.
-No conozco Cuenca.
-¡Qué lastima no haber venido en otra ocasión con más tiempo! Te hubiera enseñado gustosamente El Museo de Arte Abstracto.
-Yo soy más clásica, no disfruto en exceso con las rayas y las manchas en los lienzos.
-Bueno, porque no conoces este museo. Te mostraría una ventana y te preguntaría ¿qué ves una pintura o la calle? Te garantizo que no es sencilla la respuesta. A partir de ahí se aprecia la mezcla de colores.
-Será así, pero no creo que me gustara en exceso.
-¿Sabes que Cuenca fue el regalo de un rey a una princesa de la que estaba enamorado? -ataqué yo por el lado romántico para derretir el hielo de aquella rubia que, aunque de nombre Paz, aparentaba llevar fuego en las venas.
Nos habían servido la sopa, una sopa de ajo, sencilla pero riquísima, y andábamos aún tentándonos el uno al otro. Ella había descubierto que me gustaba comer y beber, cosa difícil de disimular, pues ciertamente no luzco un cuerpo atlético, aunque tampoco ofrezco una barriga desorbitada. Yo de ella sólo sabía que le gustaba vestir con elegancia, que usaba perfumes caros, y que, según decía, no le gustaba el arte abstracto, detalles tópicos de las mujeres de su partido. Era hermética y granítica, no cabía la menor duda. Ensayé el camino de la música.
-Otra cosa interesantísima de Cuenca es la Semana Santa y los conciertos. Es extraño que no hayas venido nunca.
-Me gusta la música pero no soy melómana como para viajar ex profeso. Siempre encuentro otras ocupaciones. En semana santa solemos ir a la playa.
-¿A qué playa vas?
-Tenemos una casita en Mazarrón.
Colegí que se refería a su matrimonio: su escasa religiosidad, sensibilidad plana para todo lo que se refiriera al arte. Sería una de estas mujeres pragmáticas que se han empeñado en subir cuando el marido les ha ido dejando solas. Lo cierto es que ni ella sabía nada de mi ni yo de ella. Faltaba muy poco para que nos encerráramos en una de las habitaciones a tratar asuntos difíciles y a duras penas nos considerábamos el uno al otro algo más que el nombre, contando que los nombres fueran verdaderos.
-¿Estás casada? -ya sabía la respuesta, pero quería la de ella. Una señal, mínima ciertamente, apenas un hoyuelo circular en el dedo indicaba la existencia de una sortija.
-Sí, sí -contestó muy rápido como si le hubiera cogido en un renuncio y ella hubiera reaccionado desde dentro. Dominaba los nervios y era lista.
-Yo también -confesé.
Nos habían traído el pescado que, sin ser de una calidad extraordinaria, nada comprable con la sopa, también estaba apetitoso. Llegábamos al final de la cena.
-¿Café?
-Sí, sí -le gustaba el monosílabo repetido.
-Y una copita de resolí-insinué.
-Eso no.
Dudaba ahora si invitarla a dar un paseo por la parte alta de la ciudad hasta la Universidad Menéndez Pelayo o entrar directamente al toro, terminar cuanto antes e irnos a dormir. El paseo me apetecía a mí y a ella quería relajarla. La pregunta sobre el matrimonio le había despertado demasiado las antenas y mantenía en tensión todas las defensas, convenía destensar las cuerdas de los arcos para evitar que las flechas fueran mortales. Ambos sabíamos que debíamos llegar a un acuerdo, pero ignorábamos qué tendríamos que ceder. Ambos sabíamos que los límites eran amplios. Si ambos salíamos contentos, habríamos ganado los dos y nuestros partidos, si por el contrario, el uno hacía morder el polvo al otro, aún con el acuerdo aprobado, ambos, de manera personal, los dos, perderíamos mucho.
-¿Te apetece que demos un paseo? -propuse.
-Mejor lo dejamos. Vamos a trabajar. Tal vez mañana tengamos aún ganas y me puedas mostrar esas maravillas de Cuenca.
-La dama manda -accioné con la mano. Ella se levantaba.
El comentario hacia el día siguiente me pareció esperanzador. Decidimos entrar en mi habitación, después de considerar ambas opciones. Ella ofreció la suya, pero advertí que deseaba entrar en la mía. Quería estudiar lo que había sobre mi mesa. Yo imaginaba que la suya presentaría un estado parecido al de la mía: nada a la vista. Por eso acepté que la reunión se desarrollara en mi terreno. Le proporcionaría folios. Facilitaría la remota posibilidad de producir un documento escrito. La mesa redonda y la luz del flexo de lectura de mi habitación nos sirvieron de testigo. Abrí mi cartera y le alargué unos folios en blanco y un bolígrafo. Si escribía o dibujaba mientras yo hablaba, si jugaba a eso, me proporcionaría alguna pista sobre su estado de ánimo y serviría a mi estrategia.
-Vamos allá -comenzó.
-Empieza tú misma.
-Pues bien, como sabes...
Ella habló, yo hablé, ella replicó, yo repliqué, ella arguyó yo argüí, y paso a paso, sin ceder, pero sin perder el norte, ella dura, yo también, llegamos a las tres de la madrugada -nos habíamos encerrado a las once y media- cuando los dos dijimos al unísono.
-¡¡Eso es!!
Repasamos con exactitud y sin falsas interpretaciones durante media hora los puntos comunes y las cesiones hechas para fijar totalmente el acuerdo. Nos levantamos de la silla y nos felicitamos. Esta vez nos dimos un beso en la mejilla.
-Bien, ¿me permites que te invite a cava?
No esperé la contestación. Había abierto el minibar y descorchaba un benjamín que escanciaba en las dos copas que encontré en el frigorífico.
-¡Por los acuerdos! -alargué la copa.
Ella la tomó y la inclinó sobre la mía hasta que el cristal sonó.
-¡Por los acuerdos!
Ambos bebimos. Permanecíamos de pie porque a los dos nos apetecía estirar las piernas después de tan larga sentada.
-¡Por nosotros! -brindó ella espontáneamente.
-¡Por nosotros! -contesté yo.
Se había transformado. Se había moderado. Levantó los brazos y puso sus manos sobre la nuca en un gesto bastante descuidado, lejano al excesivo protocolo mantenido hasta el momento.
-Parece que ha salido bien -comenté.
-Eso parece, sin embargo yo tengo la sensación de haber hecho algo mal.
-¡Pero lo acordado, acordado está! -me alarmé.
-¡Efectivamente, eso ya no hay ya quien lo mueva, pero tengo esa sensación! Como cuando, de niña, hacías alguna travesura y la escondías para que nadie supiese que habías sido tú y luego tenías cargo de conciencia. ¿A ti no te pasa? ¿No sientes que hemos engañado o no hemos terminado correctamente los deberes? Esa es la sensación que tengo.
-¡La conciencia cristiana! Pero tú conoces con seguridad que las conciencias con el tiempo y el ejercicio se van transformando, ensanchan hasta convertirse en lasas.
-A mi no me gustaría pasar por ahí, y ese es el dolor.
-¡Bueno, bueno!, ¿de qué te quejas, de que hemos terminado enseguida?, ¿de que no han existido grandes desacuerdos?
-Quizá sea eso. El tema para mi gente es un tanto peliagudo, vosotros lo tenéis más fácil.
-Reconoce que se trata de algo capital
-Lo reconozco y estoy de acuerdo en todo, pero deja que te diga que tengo esa sensación extraña...
-Eso se arregla con otra copa de champán.
-¡Venga! Una vez que se empieza a pecar, antes de confesarse, hay que disfrutar del pecado, decía una compañera mía de colegio.
-Sabía entender la vida esa compañera tuya.
-Por la mínima sospecha el confesor te ponía la penitencia muy cuesta arriba.
-¿Ah sí? ¿Cuántas avemarías te mandaba?
-¡Eso era lo de menos! En las clases particulares sacaba a relucir los pecadillos y te zurraba bien la badana.
-Pero ¿cómo, rompía el secreto de confesión?
-¡No hombre, no! ¡Era más sutil! Decía, por ejemplo: “¡Ángela ha estudiado poco durante el sábado y el domingo, se nota en los trabajos. Ángela ven acá!...” ¡ Ten cuidado!
La última exclamación me la dirigía a mí que llenaba su copa y el cava chorreaba pegajoso por sus dedos...
-Disculpa.
-No es nada... ¡Pero nos vamos a poner!...
-Sigue contando lo de Ángela.
-Colocaba la cabeza de la chica entre sus piernas, le tapaba la cara con la sotana y le daba unos buenos azotes en el culo, allí, en medio de la clase...
-¿Y a ti?
-¡A mí y a todas, allí no se escapaba nadie!
-¿Y qué edad tendríais?
-Entre doce y catorce años...
-¿No os daba vergüenza?
Paz permanecía de pie, yo me senté en la silla que ocupaba mientras trabajábamos.
-Lo veíamos normal, como todas éramos chicas y nos tocaba a todas... Recuerdo una tarde de domingo que me pilló en la plaza, saliendo del baile. El lunes no me dijo nada, pero el martes cuando me entregó el cuaderno, me comentó: “¿Ves Paz cómo no se puede vivir en las nubes? Resides in cornibus lunae, pero te voy a traer a la tierra.” Metió mi cabeza entre sus piernas, me levantó la falda y me puso el culo como un tomate por haber escrito hierba con "v".
-¡Por haber escrito hierba con "v"! ¡Vaya con el cura!...
-¡No creas! ¡Me gustó, he de confesar que me gustó! Aquel hombre tenía mucho carácter y a todas nos ha hecho mujeres independientes... Te diría que todas guardamos un especial cariño por él.
-Si todas habéis salido como tú, ¡qué duda cabe! ¿Y ahora también te han pillado saliendo del baile?
-Nos pueden pillar a los dos.
-Voy a tener que hacer yo de cura y ponerte la penitencia.
-Tú no sabes, buena pinta de curas tienes tú.
-Fui seminarista. A mí también me pegaba una maestra en el culo.
-¿A ti? ¡No me digas!
-Era una maestra relativamente joven. A los muchachos no nos daba escuela, pero nos preparaba para la comunión. Era muy beata. Y cuando no nos sabíamos el catecismo hacía como tú dices. Nos metía la cabeza entre las piernas y nos daba en el culo. Y a mí, como a ti, también me gustaba. Ella no se levantaba de la silla. Decía, "¡Fulanito, ven aquí!" Te preguntaba la lección que había que contestar al pie de la letra, si fallabas una palabra, ¡azotes! Aún recuerdo la última vez que me pegó. Se levantó un poco la falda y mi cara quedó allí atrapada entre sus muslos. Me gustaría volver a oler allí. Cuando me dio con la mano en el culo, se me supo tiesa, y ahora recordándolo también. Ella se dio cuenta y no volvió a pegarme con la mano. Desde entonces lo hacía con una regla, pero metió muchas veces más mi cabeza entre sus muslos.
-¡Vaya, si ahora resulta que te va a gustar la disciplina inglesa!
-Depende del ama.
La miré directamente a los ojos. Paz, con la copa de champán mediada, se había sentado en el borde de mi cama. Me levanté, llené su copa y la mía, bebimos ambos. Yo de pie, ella sentada. Sin hablar una palabra, cogí su copa y junto con la mía deposité ambas sobre la mesa escritorio. Volví hacia la cama. Me senté al lado de Paz. Sin pronunciar palabra, sujeté su cabeza y la volví sobre sí misma. Su cara quedó entre mis piernas. Sus rodillas dobladas en el suelo, su media melena derramándose sobre mis piernas. Levanté la falda y sus nalgas quedaron al aire apenas cubiertas por la tenue seda de las bragas negras. Sus muslos, encuadrados en los tirantes del liguero, pedían el ritual de los azotes. Fui comedido. Dos palmadas en cada una de las cachas bastaron para que tomaran el color de mejillas arreboladas. Un suspiro de Paz indicaba que el castigo había sido suficiente. Ella se levantó airada. Yo temía lo peor: una denuncia por malos tratos, si bien suponía que nuestra delicada situación no le permitiría alegrías de ningún tipo. De pie, me increpó:
-¡Tú tampoco has aprendido la lección! ¡Muy aplicado, mucho hacer los deberes, pero deprisa y corriendo! ¡Tú también mereces un castigo! ¡¡Levántate!!
Como yo la mirara perplejo y un tanto admirado, insistió.
-¡Levántate, vamos!
Obedecí sumiso. Sabía de su fuerza, pero tanta energía, me sorprendió.
-¡Quítate los pantalones, deprisa!
Sentada sobre la cama, con las piernas entreabiertas y la falda un poco por encima de las rodillas, levantó los brazos y mi cara se sepultó más abajo de su regazo. Percibía el calor de la carne y ese olor propio de la feminidad bien administrada. Ese perfume suave me transportó a otros años y sentí crecer, ahora que yo también me encontraba de rodillas y humillado, el más robusto árbol de mi bosque.
-¡Y además desobediente! ¿Eh? -le oí mientras deshebillaba mi cinturón y tiraba hacia a tras de mis pantalones, como si pelara un plátano-. ¡Te había dicho que te quitaras los pantalones, como no sabes obedecer, aprenderás lo que es bueno! ¿Pero qué veo?, ¿calzones largos?, ¡abajo también!
Con todo el culo al aire me sentía excitadísimo, pero incapaz de moverme ni de reaccionar. Sentí la llegada de la palma caliente, una y otra y otra vez, al tiempo que se me endurecía más y más la parte cantante. Debió ser en aquel momento cuando suspiré o me quejé del ejemplar castigo, pero noté que mi boca tocaba el ángulo agudo aún cubierto. Aparté hacia un lado aquel trapito y adentré mi lengua como embajadora de otros elementos en la casa desconocida hasta entonces. La embajada fue bien recibida. Supe que las puertas se abrían de par en par y que inmediatamente las relaciones diplomáticas se pondrían en marcha y mi otro extremo recibiría honores de ministro plenipotenciario. Paz cayó de la cama y sus piernas se retorcieron en torno a mi cuello. Sentí el cosquilleo de su melena entre mis muslos y la cara cerca de mis reservas. En este número retorcido, las manos cumplían el papel de tropas expedicionarias que despejaban el campo de cualquier impedimenta. Ahora eran los volcanes, erectos picachos de nieve derretida, los que quemaban las caras internas de las columnas de mi imperio. Mantuvimos las maniobras conjuntas y paralelas hasta que el derrumbe de ambos bandos se presentía inminente. Se repetía la batalla anterior. Nadie cedía un palmo de terreno aunque ninguno de los dos queríamos que la hecatombe llegara. A punto de estallar sendas bombas atómicas, reorganizamos los ejércitos y ambos comandantes nos vimos las caras. Miré hacia el champán que burbujeaba expectante frente a la batalla. Pero ambos contendientes entendimos que era preferible el fuerte y tierno abrazo. En él nos fundimos en una larga y excitante noche que había comenzado con una total desconfianza...
Velilla, 23 de noviembre, 1997.

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