domingo, abril 13, 2008

LA DOCTORA

Otro relato de los que rescató Paula Marta Temprano de las viejas y sudadas libretas de Petronilo Marceliano Tardón, es La doctora. Los visos de realidad parecen escasos, pero en unas notas encontradas en la página contigua a la narración, PMT había escrito: "suceso real: ojo con los nombres propios." De donde podría colegirse que a pesar de la aparente inverosímil, quizás todo sucediera como secuenta.
LA DOCTORA


Aquella doctora me radiografió con la mirada.
-Siéntese -ordenó seca.
Buscó un formulario de respuestas. Mi dolencia, sin mucha importancia aparentemente, consistía en molestias sobre una rodilla, causadas quizás por algún golpe o algún esfuerzo excesivo.
La doctora, según otros enfermos, se mostraba distante y profesional con los pacientes. No gastaba más palabras de las necesarias. Algunos opinaban de ella que era dura.
Cuando hube contestado a una serie de preguntas sobre las características de mi sufrimiento, el grado de giro de mi pierna, la hinchazón de la parte enferma, volvió a ordenarme.
-¡Póngase en pie y camine! ¿Es usted muy tímido?
-No en exceso -contesté.
-Pues quítese los pantalones y camine como si fuera usted una modelo, como si anduviera por una pasarela, como si llevara tacones.
Lo intenté, pero no salí muy airoso. La doctora me volvió a increpar.
-¡Más decidido, más elegante, hombre, que no es un inválido!
Volví a recorrer la sala con la mejor intención pero no a gusto de ella, tal vez así no podía calibrar del todo donde se alojaba el mal ni el grado del mismo. Se puso en pie enérgicamente. Se levantó la falda hasta la cintura y de esta guisa, dándome la espalda, recorrió los cinco metros de la sala cumpliendo exactamente lo que me ordenaba. Se subía sobre unos leves y anchos tacones, cruzaba las puntas de los pies dibujando una línea recta, movía las caderas con garbo, en un andar suave como el de los gatos. Lógicamente, asombrado por su proceder, obnubilado por la textura de su carne y por la poca ropa que le cubría, - apenas una ligera raya negra que se hundía en lo más encrespado del valle, hijo de aquellas dos montañas gemelas, como un mínimo río- no me fijé tanto en las rodillas, pero parecía que no las doblaba. Cuando se dio la vuelta reparé en el pantano, también negro, sobre el que desembocaba- "¿por qué acequia escondida/ agua vienes a mí?" recordé a Machado- aquel hilo prometedor de la otra cara. De vuelta, caminando hacia mí de la misma manera, impertérrita, elegante, con una mano sobre la cintura, como los toreros hacen el paseillo, la cabeza alta, advertí que la punta de los zapatos no era fina, zapatos cómodos. No llevaba medias.
-Ande usted así que yo vea como mueve usted las caderas igual que ha visto usted las mías -volvió a ordenar-. Es muy importante porque observaré si una pierna se le ha quedado más larga que otra o la lesión es solo superficial.
Me miraba a los ojos mientras se explicaba. Yo, sin embargo me distraía con unos pelillos rubios largos pero no muy abundantes, que jugaban a salirse entre los calados de las bragas negras. ¿Era rubia y se teñía el pelo de la cabeza, o era morena y se había teñido el bello púbico?
-¡Míreme!
Se giró y volvió a caminar parsimoniosa y decidida sobre la línea recta, la falda levantada, movía de forma cadenciosa y en equilibrio perfecto ambas nalgas. Cuando llegó al fondo del despacho, se inclinó hacia adelante para tocar la punta de sus zapatos con la punta de los dedos de las manos sin flexionar las rodillas.
Tanto espectáculo me había levantado el orgullo. Me llamó de nuevo.
-Acérquese aquí y flexione las rodillas.
Mi tipo no es precisamente atlético, las rótulas de mi espalda dan para poco juego y mis manos no llegaron mucho más abajo de las rodillas. Ella me ayudó. Tomándome por detrás los brazos y echándose encima de mí intentaba influir para que mis flexiones fueran más correctas. En uno de los intentos rozó mi ánimo, supongo que sin intenciones, de manera delicada.
-Fíjese de nuevo en mí -dijo.
Esta vez apoyaba las manos sobre la estantería metálicas y estiraba las piernas casi abiertas en compás. Yo me fijé en el abultamiento oferente. Con un leve movimiento de dedos descubrí el lago cubierto de juncos lacios. Puse mi bomba en su sitio por donde entró con facilidad en la cálida incertidumbre. Ella suspiró. Mis manos jugaron sobre la blusa y sentí como el viento del suspiro erizaba los puntos altos de los montes gemelos. Mordí con suavidad el cuello. Un bombeo más y sentí como sus rodillas se flexionaban. Las respiraciones, ya casi acompasadas, caminaban hacia el huracán. Mis rodillas se doblaban: no sentía ninguna molestia. Salí. Ella me miró a los ojos y yo a ella. Apenas nos rozamos los labios. No nos habíamos despeinado.
-Puedes vestirte -volvió a ordenarme.
Mientras me puse los pantalones ella se colocó el vestido.
-Siéntate.
Obedecí de nuevo, un tanto acalorado. Su rostro apenas denotaba emoción alguna a no ser por ese rubor exquisito de manzana madura en sus mejillas.
Continuó con el protocolo. Tachó las casillas correspondientes y escribió algo al final. En otro papel escribió una nueva orden para otra revisión de coyuntura.
-Vete ahora mismo y que te hagan una radiografía. La rodilla, al parecer no está mal del todo pero es necesario repetir el examen con más datos.
Yo sólo pude preguntar:
-En tu casa o en la mía.
-No, No, -contestó ella con energía-, aquí, en la consulta, y a la misma hora dentro de dos días.

23 y 27 de agosto,

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