viernes, abril 18, 2008

EN LA CARRETERA

Esta aventura la encontré en un cuaderno de viajes de los que suele llevar Petronilo Marceliano Tardón en el bolsillo. No creo que sea veredad, pero posiblemente fue en una moto y lo penso y estoy segura que lo del auto stop es cierto. ¡Tendríais que conocer a Tardón!
Paula Marta Temprano, periodista
EN LA CARRETERA



Jack Keruac murió y Cela ya también, sin embargo andar por esos caminos sin rumbo permanece como un placer divino al alcance de casi todos los humanos desde los tiempos de Homero y Ulises. Vagabundear días enteros con una mochila repleta de sueños y la imaginación libre, desentumece músculos, acostumbra la vista a los grandes horizontes y entretiene la mente en las cosas menudas por cualquier vereda nueva. Ahora bien, las largas andaduras en solitario acaban produciendo un tedio que conduce inexorablemente a desear el punto de partida.
Algo de esto me ocurrió en cierta ocasión. Había tomado ruta y caminaba por los riberos del Tajo allá en Cáceres donde el río se atrinchera y sus aguas se tranquilizan en pantanos. Había recorrido unos veinte kilómetros: cinco horas a buena marcha. Había parado sólo para comer un poco y beber de la cantimplora. El cansancio y el aburrimiento amenazaban. El silencio de la soledad, se dejaba oír. Me encontraba en un punto medio de difícil vuelta atrás: diez kilómetros de la meta y veinte de la salida, un punto de no retorno, ni en el espacio ni en el tiempo porque los caminos, una vez iniciados, no permiten la vuelta atrás.
El lugar, el idóneo para escuchar el canto de las sirenas, un puente sobre el río Almonte cuando sus aguas, siempre tranquilas, se embalsan en las hondonadas, frente a un cerro pobladísimo de encinas en medio del agua, en forma de peludo monte de Venus.
Me paré a contemplar el singular cerro. El puente se me antojaba unas bragas a media hasta. Me soñé barco hacia los sótanos de Victoria Abril en aquella inolvidable película de Almodovar. Terminé de cruzar el puente. Me senté en un pretil para seguir admirando aquellos muslos de agua, mansos y cálidos. A falta de chaise longe, recostado voluptuosamente sobre la propia piedra, entoné con Sara el fumando espero...
Con cierto sentimiento de derrota decidí a pedir auxilio a cualquier vehículo que pasara. Sin renunciar a la aventura del caminante, incorporaba el factor suerte a mi odisea. La paz absoluta, los coches escasísimos. Paró una moto de gran cilindrada guiada por alguien totalmente vestido de cuero negro. Una persona alta. Levantó la visera y aparecieron unos hermosos ojos negros, muy penetrantes, encuadrados en unas briznas de pelo negro. No había labios, no había nariz, sólo aquellos ojos negros...
--Sube- casi ordenó- y ponte el casco que hay detrás.
Obedecí agradecido.
--Soy mal paquete y tengo poca experiencia en montar en moto -me disculpé de antemano.
--¡No importa! agarrante fuerte a mi cintura. Cuando estés listo avisas.
La voz sonaba suave a pesar del aspecto fiero y neutro la vestimenta. Subí a la moto, coloqué el macuto a mi espalda. Me sentí seguro y cómodo.
-- Estoy listo.
-- ¿Vas a gusto?
-- Sí
-- Agárrate sin miedo a mi cintura. Nos vamos.
Un fuerte acelerón y la moto comenzó a moverse. La sensación de viajar en este tipo de vehículo es muy singular, al menos para mi que no acostumbro a utilizarlo más que cuando alguien me invita con insistencia.
Apenas iniciado el despegue recibí una recomendación, que, como anteriormente, más bien semejaba un ruego imperativo y agradable de cumplir.
-- Mete las manos en mis bolsillos laterales. ¡Te vas a helar de frío! Me gritó.
Obedecí otra vez. Mis manos pasaron de la intemperie a la calidez de los interiores. El frío sin embargo no me permitía distinguir qué tocaba. A medida que pasaba el tiempo, poco en realidad, advertí que no había prenda alguna sino piel suave y viva sin tejidos intermedios. Tímido, permanecía con las manos quietas y un tanto crispadas, quizás por el miedo a la velocidad de la moto por los riberos. Resucitado el tacto, fui tomando confianza y moviendo lentamente mis dedos. Hacia arriba, éstos encontraron las cálidas curvas de unos pechos acogedores. No hube de avanzar mucho para tocar las rugosidades granulosillas del peciolo erguido. La mano izquierda aventurándose por bajo de la cintura, encontró la simpatía de una suave vellosidad no excesivamente abundante. Logrados estos puntos referenciales, me agazapé. No moví más los dedos. Mi atrevimiento me parecía suficiente si consideramos que la velocidad superaba los ciento treinta kilómetros por hora.
Quizá fuera entonces, al advertir mi inseguridad en sus interioridades, pero al mismo tiempo mi curiosidad y afición, cuando sonó de nuevo aquella voz , ahora ya cantarina para mis oídos, en el tono de siempre.
-- El pantalón dispone de una cremallera por atrás, puedes hacer uso de ella.
Abandoné el tacto de las redondeces pectorales para comprobar la información. En efecto, por atrás había una cremallera que abrí hacia adelante. La voz facilitó la acción inclinándose hacia los manillares. Mi mano izquierda sintió el fresco del aire que entraba por la ventana recién abierta. Desde allí procuré una mayor apertura pero tampoco excesiva. Igualmente, una vez el campo expedito, descorrí la apertura delantera de mis pantalones y puse a disposición de aquel culo ese trozo de carne mío que a pesar de la velocidad y los inconvenientes de las posturas se había desarrollado de manera armónica y funcional.
Quien conducía, habiendo vivido sin duda situaciones similares, facilitó la acción. Se inclinó lo suficiente hacia adelante como para permitirme que jugara a gusto en el cuarto trasero. Mi mano derecha de nuevo en su falso bolsillo tocaba el violón en un aficionado piccicato.
Alcanzábamos las tejas de Cáceres y la moto no bajaba de velocidad. Hubo de llegar un semáforo para que yo, aprovechando la inclinación y la breve parada, colocara con entusiasmos y tino mi astil en el ojal.
-- ¡Date prisa, que nos queda poco camino! -me animó.
Así lo hice. Ya en materia, no había necesidad de moverse más que lo que marcaba la marcha de la máquina. Mi mano derecha jugaba entusiasmada con dos pezones crecientes e hinchados, mientras mi mano izquierda se perdía en la selva acariciando un tronquito que crecía junto a un lago frondoso. Mi estaca hurgaba en aguas profundas.
Junto a la plaza de toros sentí un escalofrío por la espalda. La moto realizó un quiebro espasmódico recuperando al instante su normal línea recta. Mi punto de destino se acercaba: había comentado mi deseo de quedarme junto a la fuente luminosa de Cánovas, una especie de homenaje de mi juventud a tantos pasos. El viaje además de cómodo había resultado gratificante.
La moto dobló por la avenida de San Pedro. Paró junto a la fuente. Saqué las manos y cerré su cremallera y la mía. Me apeé con la mochila a cuestas. Quería despedirme al menos con un beso sino con una cita. Me quité el casco,
-- Dame un beso dije, y dime como te llamas.
-- Mario. ¿A que no está tan mal hacerlo con un operado? -me contestó aún con la cara tapada y sin dejarme ver sus labios.
Cánovas arriba, en dirección a la estación del tren, revivía la reciente e increíble aventura. Vi como una antigua novia se peleaba con dos chiquillos, al parecer hijos suyos. Nos dimos un abrazo y tomamos juntos un café. Henry Miller tampoco descansaba...

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