lunes, junio 23, 2008

LA MUJER DE VERDE

De nuevo Paula Marta aprovecha los apuntes de Petronilo Marceliano Tardón y nos obsequia con este nuevo relato erótico. Disfrutenlo.




LA MUJER DE VERDE


Aunque deseaba quedarme a la reunión, no me pareció oportuno. Alegué excusas de cualquier tipo y me fui a dar un paseo. Descubrí vistas desacostumbradas de un paisaje mil veces trillado. El valle aparcelado, dejaba observar desde lo alto de cima la concavidad plana, inclinada hacia el arroyo de amplios meandros que se dejaba ver sólo por la abundancia de juncos en las orillas Algunos tractores cargaban cuadrillas de agricultores que volvían al pueblo a la hora oportuna de beber el vino en la taberna.
Cuando regresé, los niños jugaban entre ellos, y los mayores mantenían una animada conversación mezclada de café y licores.
Ella, un sencillo vestido verde, se sentaba en un canapé bajo que le hacía elevar las rodillas y mantener ese equilibrio difícil y juguetón de mostrar más o menos las piernas.
La señora, al rededor de los cuarenta, pelo negro largo y suelto, cutis cuidado, sonrisa fácil y alegre, dientes perfectos a no ser por un colmillo que sobresalía un poquito y animaba la cara, se sentaba frente a mí, o mejor, como llegué el último, me tocó sentarme frente a ella.
Por circunstancias nunca explicadas, la conversación se polarizó entre la desconocida dama y un servidor. Encontramos asuntos comunes de qué hablar, referencias, lugares y gentes que ambos conocíamos. Según aumentaba el grado de coincidencia, aumentaba el desparpajo de sus piernas. Iban y venían las rodillas en un no reposar, que a veces consistía en cruzar las piernas y otras en descruzarlas... Y la carne blanca aumentaba a mi vista.
El marido, haciendo honor a lo que había expresado poco antes, no prestaba a su esposa el mínimo caso, más interesado en mantener la atención de la anfitriona, sin observar si la conversación se generalizaba o se polarizaba en ese juego de pompas de jabón, tan característico en casos como este.
¡Las piernas! ¡Aquellas piernas desnudas que llegaban justo hasta la encrucijada golosa! Ella sentía cierto placer exhibicionista, un si es no es interesado. Se me ocurrió que podía ser un juego, un juego pactado entre su marido y ella: Llegar a una casa desconocida y provocar a los hombres en la charla, una manera de pasar o prepararse para una noche de sábado caliente en compañía de otra pareja. Por eso hablaban así. Podría ser un juego inventada por ella misma, para sí misma, par sentirse mirada. Pero no, esas historias no se viven por libre, se necesitan demasiados cómplices, se levantarían celos, quizás infundado y no era el caso. Podría resultar un tour de force entre ambos, cualquiera sabe. He conocido otros casos, icluso hay bibliografía Domine Cabra... y el Mirón.
La mujer de verde sigue hablando, mi amigo desaparece, desaparecen las otras dos mujeres y el marido de la mujer de verde. Desaparecen todos. No la escucho, solo tengo ojos y ella juega, sabe que la miro, recompone las piernas y mete la mano entre las rodillas, medio púdico medio provocativa, abre las piernas un poco, de nuevo cruza y descruza. Les pierdo a todos. Ella me habla de su pueblo, pueblo que yo conozco sólo de referencia, pero ahora opino de él como si hubiera vivido allí toda una vida. Todo, con tal de seguir mirándola... En ocasiones aparto los ojos para que no note mi fijación. Pero qué tontería ella también está en juego.
-- Tengo que ir a casa, porque como no me he puesto medias...
-- Cuando vaya por allí pregunta por nosotros. Hemos arreglado la casita de mis padres y nos ha quedado muy coqueta. Pasamos en el pueblo buena parte del verano, sobre todo el niño y yo. Para encontrarme sólo tienes que preguntar por la zapatera.
-- Me encantaría, hace mucho tiempo que no voy por allí. Contesto, pero me parece que la cita me la da para muy tarde. Antes, quiero verla antes, tocarla antes, aunque quizá tampoco siento un deseo exacerbado de tocarle, más bien me gusta este juego de enseñar y no enseñar, el juego de mirar...
La señora de verde sigue hablando sobre el oficio de su padre y a mi se me vienen las imágenes de "La Salamandra", aquella película, de Alain Turner en la chica, mientras prueba unos zapatos a una cliente le acaricia la pierna desde el talón hasta los muslos.
-- Pues un señor que firmaba sus crónicas con el seudónimo "Mirón" era de mi pueblo - continúa- NO sé si te acuerdas de la historia: el Mirón era un hombre que le gustaba mirar a las parejas haciendo el amor, y la virgen le castigó convirtiéndole en estatua de piedra, y allí en Soria está, a la orilla del Duero.
-- Junto al olmo seco.
-- No, presidiendo el arco de ballesta.
-- Cuando quieras nos vamos, que hemos quedado con esos amigos y tu dices que tienes que pasar por casa.
-- Todavía es temprano. Los chicos están disfrutando.
-- Esperad, que os quiero enseñar él ático, dice la anfitriona. El marido sigue perorando lo que harán esta noche. Llegaremos, estos amigos tendrán preparado una magnifica cena y aquí, y mi amigo comenzarán a saborear el buen vino. Después le darán al orujo de hierbas. Yo mientras tanto, hablaré con la señora de mi amigo.
-- Es verdad, comenta la señora de verde. Ya que el organismo pide beber a mí me gusta saborear buenos caldos. Me encantan los de la rivera del Duero, pero tampoco hago ascos a los riojas, el penedés.
-- Hay un blanco de Jumilla perfecto, comento, que, aún barato, poco tiene que envidiar a esos vinos verdejos de Zamora y Galicia.
-- De Galicia me gusta el aguardiente.
De nuevo la señora y este servidor han polarizado la conversación en un asunto común: la afición a las buenas libaciones, a ese placer clásico de una cierta pérdida de conciencia donde se adentra uno haciendo los honores a todos los dioses mediterráneos.
-- Yo prefiero el güisqui al aguardiente, pero tampoco me viene mal una chupito de orujo.
-- La de hierbas es muy digestiva, pero el güisqui tampoco está mal en la sobremesa, incluso antes de comer como aperitivo, como lo beben los americanos.
-- Yo lo prefiero después.
El juego de piernas sigue su camino. Me parece haber atisbado una tenue neblina cubriendo apenas el nubarrón certero de la noche inmensa que me figuro y me enciende. Ella lo advierte y no se recata. DE nuevo abre y cierra sus rodillas, sube y baja su vestido, coloca y descolo sus nalgas adivinadas a medias entrevistas en relámpagos.
mi amigo ofrece oro trago de güisqui que saca de una botella reservada en una caja de lata muy bien decorada. Hace expresa la prohibición del hielo. Mi amiga, - ¿es ya mi amiga o me utiliza? ambos nos divertimos eso ya es seguro- reclama para ella el trago que antes rechazo. Le escancia alegre y nosotros seguimos caminando por la ancha Castilla, los verdes prados, las iniestas colinas, las blancas nieves...
-- ¿Subimos a ver la buhardilla? Insiste la anfitriona.
La señora de verde se pone en pie y yo también. Ella aprovecha para sacar con la una del dedo de la mano derecha las bragas de la raja de su culo. Lo hace disimulando, pero mirándome y sonriendo. Es una mirada cómplice. En los ojos de la anfitriona observo un destello curioso: ella también advierte, no me había dado cuenta a hasta ahora, el juego que nos traemos su invitada y un servidor.
-- Subida vosotros, yo me quedo aquí hablando.
-- Si subid, ya también me quedo, reafirma y cumpli mi amigo.
Ellas van delante. Las buenas costumbres indican que para subir escaleras los hombres han de preceder a las señoras. No se cumple aquí. Delante la anfitriona, y yo sigo a la dama de verde.
En las paredes cromos impresionistas se escalonan al compás de la escalera, los dibujos difusos pregonan que ni el pescado es caro ni los niños se aburren en las playas. Pero es quizá esa mujer de blanco a quien el viento le ciñe un tanto el largo vestido, que se sujeta la pamema con la mano, la queme impresiona mas en este momento. No sé porque intuyo la mano de la mujer de verde que me antecede, sujetando un sombrero, esa misma mano que hace un momento empleaba para menesteres menos elegantes. No aparto los ojos de las atractivas redondeces que me preceden donde nota una mínima rugosidad marcando la intima prenda interior, con lo que aún enciende más mi curiosidad. Camina delante la anfitriona que de vez en cuando se para y explica el motivo de la decoración.
Ya en el piso de la buhardilla, miramos hacia tras un hermoso pañuelo de Manila que decora un lienzo de la pared. Yo un paso mas abajo, siento la mano de la mujer de verde se posa sobre mi hombro y aspiro su perfume que lo llena todo. La anfitriona explica el origen familiar del pañuelo, y la señora de verde sigue con su mano en mi hombro. Siento un roce leve de su cuerpo sobre mi espalda, ese roce casi imperceptible que llama tímidamente pero sin molestar, que no se puede entender si quiera como insinuación pero que tampoco se ha de restar importancia pero sin despreciarlo. Miro hacia a tras. Mi nariz queda a la altura de su cadera. Observo de reojo que la anfitriona también ha puesto una mano sobre el hombro de la mujer de verde. Componemos así los tres un paso en escalera. La más alta la anfitriona que explica y ambos visitantes que miramos.
-- Es un regalo de mi madre que lo heredo de la suya. Este pañuelo mantiene la historia de la familia.
Por fin ascendemos todos al recinto abuhardillado donde una de las paredes, forrada de libros, guarda la biblioteca de la casa.
-- A mí me interesa mucho la literatura de amor, comenta la anfitriona.
Se alinean varias decenas de novelas románticas, novelas melodramáticas, con finales felices, hoteles de lujo y playas del caribe.
-- Yo no leo mucho, pero los libros que me gustan son los que llegan enseguida a lo sustancial, comenta la mujer de verde.
En una mesa, muy cerca de la biblioteca, hay un tren a escala.
-- ¡qué bonito! ¿Funciona? Pregunta la mujer de verde acercándose.
-- Sí, sí. Es del niño o de su padre, que estas cosas nunca se sabe muy bien. ¿Ves? Acciona la palanquita de la electricidad y el tren comienza a dar vuelta por el circuito. Atraviesa ficticias montañas, cruza puentes sobre ríos de estaño, circula por valle prolongados, no respeta las estaciones, y como niños miramos entusiasmados el juguete.
La mujer de verde mostraba una sonrisa entusiasmada, y de repente comentó.
-- Tenemos que bajar, que aunque yo no tengo mucha prisa, mi marido si, porque hemos quedado a cenar esta noche con unos amigos y aún he de pasar por casa porque tengo que arreglarme.
-- Pero si estás guapísima.
-- Si pero tengo que ponerme medias, que me he venido sin ellas.
-- Si vais en casa de unos amigos, eso da lo mismo, comentó la anfitriona.
-- Ni hablar, he de ponerme las medias, que me ha regalado mi marido, no me perdona que vaya a cenar sin ellas.
-- Pero... ¿medias, medias?
-- Si, sí, son medias.
--¿ De las de liguero? - pregunté yo
-- Sí, sí, de las de liguero, como tu dices rió ella.
--¡ Qué barbaridad!
-- a mí me resultan un tanto incómodas, comentó la anfitriona.
-- Más que incomodas extrañas. Yo la primera vez que me las puse, tenía la sensación que iba desnuda por la calle, como ahora, sin nada.
-- Pero ahora si llevas bragas ¿no? Preguntó la anfitriona.
-- Pero muy finas, como si nada, toca, veras. La mujer de verde tomó la mano de la anfitriona y se la puso por la nalga corriéndola hacia la cadera, - a que no se notan.
La anfitriona no contestó enseguida sino que mantuvo la mano sobre la cadera abrazando a su invitada por la cintura y mirándola a los ojos. La mujer de verde tampoco dijo nada. Igualmente la miró. La anfitriona, con la mano derecha acarició a través de la apertura del vestido un pecho de la invitada.
-- El sujetador, también es muy suave.
-- A mí me gusta mucho la ropa interior suave, y fina, no me gusta sentirla...
La mano de la anfitriona permaneció entre los pliegues del vestido verde, mientras que la invitada acariciaba la cara de la mujer. El tren de juguete seguía dando vueltas al ciercuito, sin pitar, sin hacer ruido, sin hacerse notar. La anfitriona había bajado su mano desde la cintura hasta los botones del vestido verde que desabotonó entero. A mis ojos, un sujetador transparente también verde, y unas braguitas, verdes y transparentes que ocultaban lo que yo creía un espeso y pobladisimo bosque negro, adivinado a través de la escasisima y transparente yerba.
La anfitriona, acarició los senos de la mujer de verde y bajo con su lengua desde los pechos hasta la cintura, donde se entretuvo para seguir el descenso, lento hasta las rodillas. La Mujer de verde cayo en los amborios y el tren seguía dando vueltas. Mis nervios me impedían articular palabra o unirme al grupo, solo miraba... La mujer de verde me miró otra vez, pero no me invitaba, le apetecía que solo fuera espectador, a la anfitriona, la veía la espalda atareada como estaba en hurgar en aquel lugar que ella me impedía ver porque lo tapaba con su cabellera. Yo miraba, maridaba, miraba, y me acordaba de la estatua del mirón y mi ballesta tensaba el arco tanto como el Duero a su paso por Soria.
La mujer de verde, en uno de los momentos que pudo abrir los ojos, separa una de las manos que descansaba sobre el hombro de la anfitriona y me hizo una seña para que me acercar.
Tome su cara entre las manos y la bese en boca. La anfitriona sintió mi arco de triunfo sobre su nuca, lo mismo que yo sentí su nuca entre mis piernas. Sin olvidar a su invitada, liberó de la prisión mi estatuilla y comenzó a acariciarla. Ella misma desde abajo condujo la locomotora hasta el túnel. Era buena maquinista. Sólo hacía echar leña al fuego. El otro túnel también lo recorrimos los tres juntos. El tren eléctrico seguía dando vueltas.

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