domingo, junio 08, 2008

ACUERDO EN EL CLAUSTRO

"Recogí este cuento de un cuaderno escolar escrito con muy mala letra. La sensación que transmitía presumía que lo había redactado a vuela pluma y posiblemente durante alguna sesión de claustros escolares. Deduje de eso que tal vez Petronilo Marceliano Tardón se había dedicado en algunas ocasiones a la enseñanza. Como quiera que este mes de junio es propicio a los claustros en los centros escolares creo oportuno ilustrar a los pacientes lectores hasta que punto pueden ser interesantes este tipo de cónclaves"
Paula Marta Temprano




Las bragas de aquella compañera no eran ningún misterio, porque ella se había encargado de popularizarlas, pero siempre intrigaban. En cierta ocasión, durante un descanso en nuestro trabajo, ella había aprovechado para adquirir un lote en la mercería cercana y había expuesto la compra sobre la mesa, un poco en plan coqueta, un poco en plan ama de casa. Debajo de sus faldas, siempre largas, siempre amplias, se guardaba un buen torneado cuerpo imaginable cuando vestía pantalones, casi visible ahora, con la llegada del calor y las transparencias.
Nada de esto hubiera tenido la menor importancia de no haberse celebrado el claustro final de curso donde debía elegirse la nueva dirección del centro. Para el cargo de director había tantos aspirantes como claustrables y éstos divididos en tantos grupos como personas, polarizados, quizá por la inercia, en dos bandos absolutamente irreconciliables entre sí. Baladí hubiera resultado la anterior circunstancia si ella no se hubiera sentado a mi lado, o si ella no me hubiera comentado, al levantarse, que se le había roto la cremallera de la falda.
--Al ponerme de pie se me pueden ver las bragas, y menos mal que hoy las llevo.
--¡No me digas que hay días que no llevas bragas!
--Si hace mucho calor, no.

--Ahora cuando te levantes, voy a tirar de tu falda, porque por la temperatura que hace, hoy no las llevas.
--¡No seas tonto!
Se abrochó bien la prenda exterior y no nos mostró la interior a los cuarenta principales que nos revolvíamos en las sillas. Pero yo, disimuladamente, metí la mano de bajo de su falda, imitando a Sabina, y toqué agua. El gesto, rápido y cómplice, en el barullo de la media mañana, no pasó desapercibido para el compañero Molano, con quien ella, minutos antes, había mantenido una fuerte agarrada por un tema cuya importancia ahora se me escapa, aunque entonces lo considerábamos decisivo para nuestro quehacer común. Ella sólo amagó una protesta inteligible como un desafío.
Salimos en el receso a tomar un café cada uno por su parte. Por supuesto que ella y yo, dadas las relaciones grupales, sólo tomaríamos un aperitivo juntos, si a los peces les nacieran patas. Molano me acompañó a comprar un libro.
-- ¿Sabes lo que me ha dicho ahora mismo Senabre, el de Historia? Que por qué no le tiro los tejos a la de inglés.
-- ¡No estaría mal! -le contesté.
-- ¡Chico, es que yo no sé qué le he hecho, pero siempre se enfrenta a mí en los asuntos más nimios!
-- Ella es así. Además la utiliza el otro bando de portavoz.
-- Con todos los hombres se lleva bien, menos conmigo. Claro, como todos le decís lo guapa que es y le tocáis un poco el culo...
-- Ciertamente a ella le gusta. Además ahora tienes la oportunidad, su marido se marcha esta noche a Escocia.
-- Voy a ir por ella.
-- Mejor, cuando reanudemos el claustro, te pones a su lado. Yo me pongo al otro y le metemos manos los dos a la vez.
-- ¡No te atreves!
-- ¡Atrévete tu!
Pasados los veinte minutos de descanso, decidimos adecuar la praxis táctil a la farragosa dialéctica con la que los reunidos exponíamos o rebatíamos tesis sin mucho más orden ni concierto que el exigido por el propio intelecto de cada uno, y sin mayores consecuencias. Nosotros representábamos la nueva alternativa como grupo emergente en contra de quienes hasta el momento mantenían el poder relativo en el centro. Para dirimir la batalla, el sentido del tacto, junto con esta previa planificación, jugaría un papel fundamental en la definitiva segunda parte que comenzaba.
Ocupados los asientos, aún en los minutos iniciales de murmullo, ya se habían levantado varias manos pidiendo la palabra a la presidencia. Uno de los aspirantes a oradores, insistía con aspavientos exagerados, imposibles de no advertir:
-- ¡Cuestión de orden! ¡Cuestión de orden! -gritaba.
-- A ver, Balas, ¿qué quieres?... -concedió el director en funciones que ejercía de presidente.
--¡Esto no se puede consentir! Que alguien me razone convenientemente por qué motivo Molano ha cambiado de lugar y ahora se sienta frente a mí. Yo no quiero ser malintencionado, sin embargo me temo que su cambio sea sólo una táctica para distraerme durante mis intervenciones y de esta manera ganar votos. Pido que regrese a su sitio, y que conste en acta mi intervención y vuelva cada cual a ocupar el lugar que le corresponda sin intimidar a nadie.
-- ¿Eso tiene que constar en acta? Preguntó desesperado el secretario, harto de rellenar papeles de notas ilegibles e incongruentes que posteriormente habría de registrar en el libro manuscrito debidamente sellado y numerado.
-- ¡Protesto! -apuntó el compañero Senabre-. ¿Quién ha dado la palabra al secretario? ¿Es que aquí cada cual intervine cuando le viene en ganas? Además la intervención del Señor Balas no es una cuestión de orden sino un artificio que forma parte de su estrategia perfectamente estudiada para prolongar el claustro y de esta manera, por cansancio y aburrimiento, métodos a los que nos tiene acostumbrados, no alcanzar los objetivos que hoy nos reúne aquí que no son otros que los de hacer que dimita la actual dirección por ineficaz y barullera y se haga cargo de la marcha de nuestro querido centro un equipo de personas competentes y serias que nos saquen del caos.
Senabre, el de historia, representaba lo más granado en lo que a la legalidad se refiere. No recuerdo ningún claustro en que no haya hecho alguna mención al acta y no haya amenazado con impugnar todos los acuerdos por no ajustarse a lo que él había creído entender. Eso era su parte negativa. En el campo positivo, observaba con ojo avizor todos los movimientos y nada de lo que sucedía en las reuniones o fuera de ellas se le escapaba. Con frecuencia, sus observaciones eran certeras en cuanto a tales, pero a la hora de traducirlas en propuestas y concreciones la cosa cambiaba bastante.
A pesar de la protesta del Balas contra Molano, la de inglés permanecía flanqueada por Molano y por mí. Apenas sentada, corrió el culo al borde de la silla en equilibrio sobre las dos patas traseras, se descalzó, colocó su pie derecho sobre su rodilla izquierda abriendo un amplio horizonte invisible para todos por la profundidad de la mesa. Yo también me quité una alpargata y, con los dedos del pie, llegué desde su rodilla hasta donde el muslo aumenta de temperatura y gana en suavidad. Una mínima mirada de reojo fue la respuesta. Se inclinó para escribir una nota sobre un papel que me pasó muy dobladito: "¡Pies suaves!" Repetí la operación y no contestó.
Entonces, inclinado sobre la mesa, con la derecha dibujando redondeces en un papel blanco, lancé mi izquierda hacia una aventura, no por cercana menos arriesgada que la conquista de las nieves del Kilamanjaro. Toqué redondeces de una carne que no veía pero sentía blanca y calurosa. Llegué hasta donde las buenas maneras permiten decir. Alcancé vello y entendí los comentarios anteriores. Hoy hacía mucho calor. Ella había descruzado las piernas y enrojecía, ya bien sentada, mientras garabateaba sobre un papel quién sabe qué pensamientos envueltos en rayas armoniosamente onduladas en forma de frondosos árboles y risueños pajaritos.
Molano debía hacer lo mismo por otro lado. Tampoco hablaba. La de inglés mantenía las piernas abiertas. En estos momentos me tocaba hablar para felicitar al jefe de estudios por lo bien que había actuado como conserje. Esta historia, banal como pocas, nos había enfrentado durante todo el curso. En ese mismo instante rodeé la puerta de una gruta húmeda y oferente. Entré con un dedo: el otro que estaba dentro debía ser de Molano. Yo levantaba la mano derecha para reprender al Balas, mientras con la izquierda andaba en compañía por un terreno selvático desconocido para mí, abierto y acogedor como un valle de montaña. No sé qué la excitó más si ambas manos en sus remos o mis palabras de crítica. La de inglés levantó la mano y a mí me entró un escalofrío. Seguidamente Molano pidió hablar. El director avisó de la existencia de cinco turnos delante. Las manos de la vecina abandonaron la mesa y una se posó sobre mi pierna. Llegó hasta la pretina y bajó la cremallera de mis pantalones vaqueros. Tropezó con más ropa pero no se arredró. La facilité la labor abriendo las piernas y sacando el culo. Yo, seguía utilizando mi mano izquierda habitual en menenesteres diplomáticos. Ella se apoderó de mi segundo yo con quien comenzó un diálogo a través de un balanceo suave y experimentado. A Molano debía sucederle lo mismo. Cuando le llegó el turno de hablar a ella, cedió la palabra al siguiente. Molano destrozó a la dirección y se ensañó con el director hasta la saciedad. Según aumentaban sus críticas, la de inglés aumentaba la presión que, para mí, resultaba insostenible. Ella cerraba y abría las piernas. Yo sentía los dedos de Molano cerca de los míos transitando sin tregua por la amplia boca de labios tibios. Yo, apunto de estallar, comprobé la presión de aquellos muslos cerrándose espasmódicos sobre mi mano. A Molano, en el uso de la palabra, se le quebraba la voz. Entonces ella saltó:
-- ¿Puedo hablar?
--¡Habla!, -dijo el director, convencido de que ella apoyaría las tesis del Balas, el jefe de estudios que mejor ha ejercido de conserje en mis años de enseñante.
Molano y yo la miramos asombrados. Ella no soltaba nuestras presas y yo no aguantaba más.
-- Mirad, tengo en las manos dos buenas razones para estar de acuerdo con Molano y éste, de modos que les propongo para que formen el próximo equipo directivo, yo me ofrezco como secretaria.
Así fue como ganamos aquella asamblea y supimos lo que significa ahorrar en tenues prendas interiores los calurosos días de final de curso.

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