Nunca he sido amigo de ceremonias ni celebraciones, sin embargo las circunstancias me empujaron a participar de una manera muy activa en todo lo referente a la Iglesia. Era mi primer puesto como funcionario. Había sacado unas oposiciones a guardamontes y me destinaron a un pueblo muy pequeño.
Me alojé en casa de una señora que me recomendaron en el bar de la parada del autobús. Una casa pobre pero muy limpia donde vivíamos tres personas: la dueña, su hija y yo. Al poco tiempo, todo el pueblo me conocía. Un nuevo guardabosques no pasa desapercibido en una población de apenas quinientos habitantes que sólo dispone de un bar. El pueblo ofrecía pocas distracciones pero el cura, don Eugenio, hombre joven, había logrado convertir la iglesia y los domingos en el mayor acontecimiento social de la semana. No le parecía mal que los rituales se convirtieran en conversaciones. Es más, parecía que lo provocara: así conseguía mantener unida a la grey.
Enseguida me hice amigo del cura y, a través de él, de Paz y Amable, los maestros. Se habían casado el verano anterior y románticamente habían pedido un pueblo pequeño para vivir juntos.
Debía ser a principio de la primavera cuando Amable empezó a enfermar. Era una enfermedad extraña, nada dolorosa, nada molesta físicamente: un insomnio que apenas le permitía descansar dos o tres horas y siempre de madrugada. Esta enfermedad contribuyó a que el cura, la pareja y yo estrecháramos aún más nuestra amistad. Para distraer al joven marido, Paz compró un tocadiscos. Escuchando música pasábamos largas veladas en casa de los maestros. Allí conocimos y amamos a los Beatles, a los Roling, a los Pekeniques, Brincos, y otros grupos modernos.
Las tardes, después de la escuela, los maestros y el cura me acompañaban al bosque y así cumplíamos la doble función de vigilancia y de fatigar el cuerpo de Amable en busca del sueño. En estos paseos se hablaba de todo.
-- Yo todavía no quiero tener hijos, pero tú, Eugenio, no me puedes pedir que como método utilice la abstención.-- Comentaba Paz que además de poco vergonzosa era muy habladora.-- Me acuesto todas las noches al lado de este hombre, que no duerme; cuando me muevo o se mueve me roza o lo rozo; el camino que tenemos que andar es muy corto y el encuentro muy agradable. ¿Qué quieres que me aparte? ¡Yo no soy de piedra!
-- ¿Pero todas las noches lo hacéis? Preguntaba Eugenio el cura, ejerciendo de confesor...
-- Apenas os vais y nos acostamos. Confirmaba Amable.
-- Eso es mucho, eso es pecado. Murmuraba por lo bajo Eugenio, como si negara la absolución.
En estos asuntos yo no opinaba, sólo imaginaba a Paz desnuda y cubierta de polvo... En ocasiones, para mí los paseos resultaban un suplicio. A la atracción que sentía por el grupo y su compañía había de añadir las conversaciones con el cura y el escozor del respeto que me merecía Paz, pero sin poder evitar el que me atrajera o nos atrajese quizá a todos, cuestión que ella acentuaba, ahora que el sol comenzaba a calentar moderadamente, vistiendo un suéter ajustado que resaltaba sus formas puntiagudas. Una falda escocesa no muy larga, - Mary Quant mandaba- y semiabierta dejaba ver sus muslos rotundos que yo imaginaba cálidos. Todo ello procuraba en mí un escozor anímico a caballo entre la desesperación y la esperanza, entre el huir y quedarme. Paz, no muy alta, lucía una hermosa melena negra que dejaba caer por los hombros. El flequillo por la frente daban cierto aire travieso a unos ojos negros muy brillantes juguetones y coquetos. La nariz un tanto respingona, los pómulos acentuados, los labios carnosos y rojos, siempre sonriente dejaban ver los dientes blancos y alineados. Todo el conjunto dibujaba un rostro muy agradable y sensual. En mi, solo y joven, despertaba todos los demonios.
En la pensión me esperaba la señora María y su hija Sagrario. Algunas noches, cuando llegaba, ya tarde, de las veladas en casa de Amable, la luz de la habitación de Sagrario aún permanecía encendida. Sagrario, joven y romántica, leía libros del Círculo de Lectores de los que llamábamos fuertes y a ella le llenaban la cabeza de pájaros.
A las beatas del pueblo no les agradaba la estrecha amistad entre los tres hombres y la mujer. Del cura decían que era consejero espiritual de la pareja, y, de Paz, algo más que director espiritual. De Amable que era un calzonazos, y de mí que aprovechaba de las circunstancias. Pero no me vino mal la murmuración. Sagrario comenzó a mostrarse muy simpática conmigo. Se aficionó a la Iglesia hasta el punto de que se encargaba de cuidar los ornamentos.
A la señora María no le parecía mal la piedad de su hija ni el interés que me demostraba. Ella misma procuraba que coincidiéramos en las comidas y que Sagrario y yo estrecháramos relaciones. Tanto fue así que Sagrario terminó uniéndose al grupo y viniendo a pasear con nosotros cuatro por las tardes. Eso calmó las maledicencias y el equilibrio parecía restablecido.
Durante el mes de mayo Eugenio naturalmente organizó el mes de María. Para que acudiera más gente retrasó la oración hasta más allá de la puesta del sol. Era una ceremonia sencilla, nada pesada, únicamente para congregar a los cristianos. Las niñas llevaban flores hasta el altar de la Virgen, el cura entonaba la Salve Regina y se acabó.
Amable y yo declinamos los rezos achacando que era el momento más peligroso del día y que había que estar atento a los fuegos, mientras Eugenio, Paz y Sagrario se encargaban del ritual.
Fue un sábado, día que además de la ofrenda floral, Eugenio solía celebrar una misa vespertina. Amable y yo habíamos salido a la ronda diaria y aquel día llegamos un poco antes. Vimos la puerta de la sacristía abierta.
-- Eugenio debe andar por ahí, quédate tú si quieres, - dijo Amable- yo me voy a casa a refrescarme un poco.
Me dirigí solo hacia la sacristía. Entré. En ese mismo momento también entraba Paz por la puerta del Altar Mayor. Eugenio, ya con el amito puesto y el alba aún levantada, era ayudado por Sagrario a revestirse.
-- Podías avisar -. Fueron las buenas tardes del cura.
Sagrario lucía un vestido blanco de rayas azules, ceñido a al talle, con bastante vuelo. Me pareció un poco sofocada.
Eugenio siguió preparando los ornamentos para salir al altar. En el portapaños, esa especie de carpeta grande que sacaban los curas sobre el cáliz por entonces, colocó un paño blanco que a mí me pareció excesivamente grande.
Entró Paz, tan atractiva como siempre. La miré fijamente y le hice una leve seña hacia el portapaños. Ella también me miró a mí, pero no acusó el recibo del aviso. Se formó la comitiva. Salieron primero las dos mujeres sin ceremonias, - sabido es que el servicio del altar está reservado a los varones, - y después de un mínimo intervalo, Eugenio y detrás yo que oficiaría de monaguillo.
Paz y Sagrario se sentaron en los primero bancos de las mujeres. Es decir al lado de la epístola. Eugenio cura moderno, por aquel entonces ya celebraba, aunque todavía en latín, coram populo, es decir, mirando a la feligresía. Yo también miraba al pueblo, lo que me permitía fijarme con detenimiento en las piernas de nuestras amigas, sobre todo en las de Paz. Sin embargo en una de las genuflexiones advertí que Sagrario o llevaba bragas negras o iba a pelo. Presté atención o los movimientos rituales y confirmé la segunda hipótesis.
Alcanzábamos el final de la misa y Eugenio entonó aquello "Mi paz os doy, mi paz os dejo, no miréis mis pecados, si no la fe de mi iglesia..." Después me dio el ósculo de la paz que yo transferí a mi amiga Paz a quien miré directamente a los ojos enviándole un telegrama.
-- "Pax tecum" murmuré.
-- Et cum spiritu tuo. Contestó ella.
Yo le apreté significativamente los brazos, ella asintió con la cabeza.
Eugenio mientras, limpiaba el cáliz con los paños corporales, pero había tenido la precaución de cerrar el portapaños. Seguía abultado. Me fijé. La sospecha se convirtió en evidencia: el paño que ocultaba eran unas bragas y no podían ser más que las de Sagrario.
Después del "Ite, misa est" Eugenio entonó "Rendidos señor ante el Sagrario, que guarda cuanto queda"... Mientras el coro cantaba, Eugenio delante y yo detrás, marchamos hacia la sacristía.
--Quien guardas eres tú - susurré al oído del cura.
--Calla y sigue -me contestó.
Poco tardaron en llegar Sagrario y Paz. Paz echó el cerrojo de la puerta que comunica la sacristía con la Iglesia. Se dirigió a la cómoda donde aún reposaba el portapaños encima del cáliz y abriéndolo, levantando los brazos a la altura de la cabeza y exhibiendo unas bragas blancas dijo:
-- ¡Vaya corporales que has usado hoy!
-- ¿Tu quoque, filia mea?
Para más inri, Paz, con la gracia y el desparpajo característico, levantó el vestido ampuloso de Sagrario dejando el bosque al aire. Sagrario no se enfadó en exceso. Eugenio terminaba de soltarse el cíngulo y se subía el alba. Yo miraba embelesado.
-- ¡Pues tú también nos enseñas el tuyo! -fue lo que dijo Sagrario-. Y en vez de levantar la falda de Paz tiró de ella hacia abajo.
Y en efecto la señora maestra cumplió con su obligación de enseñar. Yo cerré la puerta de la sacristía que daba a la calle.
Eugenio, con la sotana desabrochada se acercó a Sagrario con la llave en la mano. Yo me quedé en Paz. Concelebramos los cuatro juntos una buena comunión.